Tenía
el cuerpo dolorido y mucha sed, soñaba con un jergón, necesitaba descansar.
Amanecería en un par de horas.
- Andrés, ¿Qué hacemos? ¿Continuamos?
Hubiera
dicho que sí, lo dijo, que seguiríamos cabalgando, ¡seguro! Pero tal respuesta
salió solo de mis recuerdos, a través de los que era capaz de escuchar su voz.
Me
llamo Curro. El sol ya no está, acaba de desaparecer por detrás del perfil azul
rojizo de la serranía, empieza a hacer frío. El silencio es casi total, solo se
escucha el eco del sonido de los cascos de mi caballo. Será otra noche sin
dormir, pero cuando amanezca veré el mar.
Y
noto que me siento mal, extraño, triste, solo y decepcionado. Tengo cien años.
Nunca pensé que podría pasar esto aunque era lo normal. Andrés, siempre fuerte
y seguro, con el don de saber ceder, haciendo planes continuamente, en todo
momento alegre y generoso, a mí lado desde que nací, ya no está.
Todo
a causa de nuestra vida, fácil en exceso aunque peligrosa, te habitúas y parece
normal cuando no lo es. ¿Quiero algo?, lo tomo, ¿necesito dinero?, lo cojo, o
sea, siempre quitando a alguien lo que es suyo, habitualmente con violencia. ¿Y
para qué? Para qué, para no dejarnos la vida en el campo, con los animales,
pasando frío y calor, hambre y penas, miserablemente. Para huir de la miseria
creada por una tierra pobre hasta lo increíble, que no da absolutamente nada. Y
así comenzó todo, asaltos fugaces y retiradas aún más rápidas a casa, a la
serranía. Y viajes de diversión a la ciudad, donde no te conocen y puedes hacer
lo que quieras, vino, juego, mujeres, buena comida.
Y
seguí cabalgando hasta que se hizo de día. Y ¿Por qué no sentía frío? Lo hacía,
porque la noche es silencio y frío. Y oscuridad. Sentía dolor. Recordaba las
últimas horas. Lo limpié todo, no quedó ni rastro de la sangre de Andrés. Y me
lo llevé todo, lo saqué fuera, lo arrastré hasta el risco y lo quemé, todo
salvo cuatro o cinco recuerdos de mi hermano que llevo conmigo. La casa quedó como
cuando murió madre, un camastro, su cómoda, la mesa y las sillas ajadas del
comedor y el aparador carcomido. Como si Andrés y yo nunca hubiéramos vivido
allí, como si madre pudiera sentirse de nuevo orgullosa de nosotros. Andrés
yace a la izquierda de su tumba, lo enterré y punto, sin ninguna señal que lo
indique. Y me fui, para siempre.
Ya
noto la humedad del mar, cada vez me queda menos. No sé qué voy a hacer ni cómo
voy a empezar, sin él, sin mi amigo, sin mi hermano. Siempre juntos.
Esas
tardes de juegos después de guardar el ganado, cansados tras un día de trabajo,
de sol o de frío cuando no de lluvia, esperando las gachas de madre, bajábamos
corriendo al río, necesidad de diversión, de libertad yo creo, y cogíamos ranas
mientras poco a poco se iba la luz del sol y Andrés riendo y saltando de piedra
en piedra retándome a cruzar al otro lado a la pata coja y yo siguiéndole, como
siempre… Era una buena vida, sencilla, trabajo duro y una triste diversión.
Cómo le echo de menos y como me duele, pero a mí no me pasará. Se lo debo, me
lo debo, se lo debo a madre también.
No
me lo esperaba, no nos lo esperábamos.
- Viene alguien -le dije-.
- Ah sí, un muchacho tirando de un asno, no tendrá más de 15 años.
- ¿Qué querrá?
- Voy a salir, lo mismo anda perdido.
- Cuidado Andrés, ten cuidado, no salgas desarmado.
- Pero si es sólo un chico...
Mientras
terminaba de desollar el jabalí escuché el estruendo, un disparo. Di un salto
hacia la puerta y ahí, a cinco metros estaba, el niño con la pistola humeante
en la mano y mi hermano inmóvil, retorcido en el suelo boca abajo y con una
gran mancha de sangre bajo la cabeza. Salí corriendo sin pensar en nada, me
arrodillé y le volteé. Tenía la cara desfigurada, el impacto le había dado en
la nariz.
- Arruinasteis a mi familia, nos quedamos sin nada.
Lo
miré con extrañeza, mi única preocupación era Andrés. Bajé la mirada y le cogí
por los hombros apoyando su cabeza sobre mi pecho, le movía obsesivamente,
gritaba su nombre como esperando que así reaccionara.
- Mi madre murió hace veinte días y vengo de enterrar a mi padre.
¡Asesinos! -gritó-.
Levanté
la cabeza, el muchacho me apuntaba con su arma descargada que ya no servía para
nada. Tenía los ojos extraordinariamente abiertos y no paraba de gritar con
rabia, desesperadamente. De repente me tiró la pistola a la cabeza y salió
corriendo cuesta abajo. El asno corrió detrás de él. Y ya solo recuerdo cuando
mis ojos volvieron a mirar y mi cerebro me avisó de que nunca más volvería a
escuchar la voz de mi hermano, ni a ver su sonrisa.
Ahora
estoy frente al mar y pienso que existirán otros lugares a los que ir, porque
hay barcos que cruzan el océano. Y eso me abre una esperanza. Iré.
© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2021