El niño
entreabrió con mucho cuidado la puerta de la habitación y por la estrecha
rendija vio a su madre y se sintió bien. Era lo que más le gustaba en el mundo,
algo sin lo que no podía vivir. Alguna vez le habían enviado un fin de semana
con sus primos y no lo había pasado bien, sobre todo por las noches, y por las
mañanas y a la hora de comer y a la hora de cenar, se dio cuenta que solo lo
había pasado bien jugando a lo loco, como siempre.
Su mamá
tenía la piel muy blanca y muy suave y olía… no sabía interpretarlo, no sabía
decir cómo olía, pero simplemente ese olor que notaba cuando le abrazaba o,
sobre todo, cuando le cogía y le sentaba en sus rodillas, ese olor, le
transportaba a las sensaciones más felices de su pequeña y corta vida.
Le
hablaba suavemente y con mucho cariño, bueno, eso cuando no le regañaba por
ponerse cabezón y querer salirse con la suya. Pero aun así, aguantaba, tenía
paciencia. Cuando Ana Mari, la vecinita un año mayor que él, pasaba a casa con
su madre, jugaban, cada vez a una cosa. Con ella no podía jugar a lo mismo que
con primos, lo primero porque en su piso no había jardín y lo segundo porque a
ella no le gustaba saltar ni correr ni tirarse al suelo en plancha, no le
gustaba hacer el bruto. Pero aun así le gustaba jugar con ella, siempre le
preguntaba delicadamente si jugaban a algo y luego, ante el silencio de él, le
proponía juegos y finalmente, casi siempre, empezaban jugando al escondite. Al
principio no le hacía mucha gracia, hubiera preferido jugar a algo con más
acción, pero enseguida se le olvidaba porque realmente disfrutaba. Cuando a la
cuenta de 20 de ella tenía que buscar un escondite, se disparaba su imaginación
intentando encontrar un sitio que pasara desapercibido aunque fuera más fácil
de encontrar. Ya se había dado cuenta de que debajo de la cama, por ejemplo,
era el primer sitio en el que no solo Ana Mari, sino todos sus amigos,
incluso sus primos, buscaban, así que mentalmente tenía que revisar el piso en
busca de sitios nuevos. Luego, Ana Mari también le hablaba, mucho, por ejemplo
le contaba lo que había hecho el sábado anterior, que había estado en casa de
sus abuelos y lo que había comido y lo que le había dicho su abuela y lo que le
había dicho su abuelo y todas esas cosas. Y le gustaba que se lo contara. Sí,
mucho, no entendía porqué ya que con sus primos nunca lo hacía. Pero cuando
llegaba el momento en el que la madre de Ana Mari decía que se iban, ahí se
ponía cabezón, porque no quería que se fuera. Le decía a su madre que se
quedara a dormir con él y cenaran juntos. Solo quería seguir jugando sin pensar
en nada más, no cortar esos momentos en los que disfrutaba tanto. Pero no podía
ser, nunca podía ser y, claro, su amiga se iba con su madre y él se
enfurruñaba, se enfadaba y ya no quería hacer nada, ni lavarse las manos, ni
sentarse a la mesa, ni cenar. Y gritaba, no paraba de gritar, estaba muuuuy
enfadado. Entonces era cuando su mamá, la mujer más guapa del mundo, se enfadaba
con él y le miraba a los ojos y le regañaba y le cogía fuerte de los brazos y
le sentaba a la mesa y le decía que no me moviera y que comiera… y si hacía
falta le hablaba en voz muy alta, con firmeza, con rotundidad pero nunca con
ira, nunca perdía la paciencia, o casi.
Muchos
años después, el hijo abre la puerta de par en par, no es la misma puerta, ni
la misma habitación, una sensación de vacío le acongoja y unas ganas de llorar
se apoderan de él. La habitación está vacía.
Sus
padres se mudaron de casa, él hace ya bastante tiempo fue padre, todo ha
cambiado.
En esa
nueva casa se ha vivido mucho, él poco. Ha habido muchos momentos de felicidad y
también grises, de tristeza profunda. El jardín ha estado lleno de flores,
algún limón, muchos higos y bastantes aceitunas según el año. Una casa humilde
pero confortable.
Su
padre y su querida tía soltera murieron ya hace algún tiempo. Él de una
terrible enfermedad que avanzó sin piedad durante casi diez años, ella de
mayor, ayudada por un cáncer tardío de colon. A ambos les cuidó la mujer más
guapa del mundo, que todavía lo era. El hijo la ayudó en todo lo que pudo. ¿Realmente
fue todo lo que pudo? Nunca lo sabrá. Siempre se puede hacer más, pero siente
que su conciencia está tranquila, más que su ánimo, porqué hace unos días
también la ha perdido a ella.
Siente
un vacío inmenso, y soledad y muchas ganas de verla, de oírla, de olerla, de
abrazarla, de hablar con ella, de preguntarla, de contarla. Tan viejecita, tan
pequeñita y cómo se apoyaba en ella, y pensaba que era al revés. Qué cosas
tiene la vida.
La
habitación estaba vacía, de vida. Todas las cosas que acumulamos a lo largo de
los años, unas a la vista, otras guardadas. Cuadros, fotos, retratos,
recuerdos-adornos, muebles auxiliares, mesa, sillas, sofá, sillones, televisor,
libros, … Un sin fin de vida ahora muerta.
Hasta
hace poco tenía a esa pequeña gran mujer a la que había estado unido toda su
vida, a través de todas las vicisitudes, en todos los momentos felices, sí, la
persona que le daba cobijo y sostén, siempre, el hogar al que acudir.
Ahora
no le quedaba nada de eso. ¿O quizás sí? De otra forma, quizá ahora el soporte era
él, no el hombre más guapo, pero sí el padre más justo, cariñoso, acogedor y mudo protector. Y si no, tendría que aprender a
serlo.
Tenía
tarea.
Seguiría
pensando en ella.
Aprendería
de ella.
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