martes, 24 de marzo de 2020

El ambivalente.





“Ramón tenía una obsesión, quería vivir en un cajón como si fuera un ratón.” Alvarito Grillo.


Había amanecido nublado pero justo en ese momento había comenzado a llover y lo hacía con fuerza, se oía el salpicar del agua al paso de los neumáticos de los automóviles. Ramón encendió la luz para poder ver en el espejo cómo se anudaba la corbata, estaba deseando que llegara la hora. Había quedado junto al embarcadero del estanque de El Retiro con ella, deseaba remar a su lado y quizás, porqué no, esperar que surgiera la posibilidad de empujarla al agua y salir nadando a salvarla o quizá mejor, ahogarla empujando su cabeza hacia abajo hasta matarla.

Dejó de anudarse la corbata arrancándola de su cuello con desesperación, no quería hacer daño a Berta, no quería ni pensar en ello, no quería verla. Se quitó la camisa, se puso el pijama y se tendió en la cama a leer la última edición del diccionario de la RAE. Al cabo de dos minutos se sintió incómodo por el peso del libro y se levantó.

Había dejado de llover. Hacía calor y el sol entraba por la gran ventana del salón. Se sentó en  el sofá y la imagen de Berta con su dulce cara, su pequeño pero firme pecho, sus escuetas caderas y su cardado y fosco pelo le recordó la cita. La amaba, no podía soportar las horas que permanecía alejado de su lado.

Hacía dos meses su amigo Pablo había celebrado con una enorme fiesta su cuarenta cumpleaños. Ramón había llegado tarde por culpa del regalo, no era fácil llevar un ternero de doscientos kilos por las calles de Madrid, en su coche no cabía, así que tuvo que presentarse en la oficina de correos a recoger en persona el animal para llevarlo de la mano hasta la casa de uno de sus mejores amigos. Habría una distancia de unos tres kilómetros más o menos. El problema surgió cuando al llegar a la oficina de correos le dijeron que la entrega estaba retrasada porque el animal estaba sucio y tenían que lavarlo. Ramón puso cara de enfado, pero en el fondo se alegró, estaba contento porque no le gustaba llegar puntual a ninguna cita, a pesar de que la puntualidad era un rasgo que todo el mundo admiraba mucho en él. Cuando a las once de la noche llego a la fiesta, Pablo en persona le abrió la puerta y al ver el regalo se puso a dar saltos de alegría y a abrazarle. Ramón se imaginaba algo así y rápidamente comenzó a clavarle sigilosamente unas agujas en los brazos ante lo que su amigo reaccionó de la forma esperada, le soltó rápidamente. No soportaba el contacto físico sostenido con ninguna persona a la que apreciaba.

En la fiesta había de todo, comida, bebida, música en directo, música enlatada, faquires, domadores de elefantes, nadadores de competición, actrices porno, pastores de llamas de Perú, locos de atar, prestidigitadores y allí, en el fondo de la sala, iluminada por una luz suave de color naranja estaba ella, había comenzado a leer las manos de Pablo cuando les interrumpió su llamada a la puerta. Pablo le condujo a su lado y se la presento. Me llamo Berta, dijo. Yo Ramón y este es mi número de teléfono. No volvieron a hablar en toda la fiesta, pero bailaron mucho y rozaron sus narices en cinco ocasiones. Fueron momentos de enorme emoción para Ramón que se repetirían en su memoria constantemente cada uno de los días siguientes, sobre todo en el amanecer y en el anochecer.

Esa noche llegó a casa bastante cargado, había bebido más de lo que en él era habitual y se sentía mareado, así que cayó en la cama y se quedó dormido profundamente.

La imagen de Berta no se iba de su cabeza, se sucedían los días y no sabía nada de ella. Llegó a obsesionarse de tal forma que se compró varios libros de quiromancia. Leerlos serenaba su espíritu.

Una tarde de finales de abril, mientras Ramón estaba en su casa anotando una transacción contable de doscientos cincuenta mil euros correspondiente a la venta de un rebaño de renos en Alaska, sonó el teléfono, era Berta. Le comentó que se había acordado mucho de él, pero que debido a la gran cantidad de trabajo que había tenido no había podido llamarle antes. Al principio se hizo el loco, como si no se acordara de ella, hasta que en un momento determinado dijo “Ah, ya caigo, tu eres la chica con la que rocé la punta de mi nariz 5 veces en la fiesta de Pablo”. A partir de ese momento estuvieron hablando durante una hora y cuarto de banalidades. Tuvieron que terminar la conversación porque el padre de ella necesitaba hablar por teléfono y no había otro en la casa. Pero antes tomaron la determinación de quedar en el parque de El Retiro el próximo trece de mayo a las ocho de la tarde.

No podía perder esa oportunidad. Dio un salto y se levantó del sofá, tenía que darse prisa, ya eran las seis y media de la tarde, tenía el tiempo justo. Se puso el traje gris marengo con una camisa blanca y la corbata rosa, se había estado fijando mucho en los políticos que esos días estaban en campaña y determinó que los de derecha eran los más elegantes, por un momento pensó que quizás no sería lo más adecuado para un paseo en barca por el estanque de El Retiro, pero fue una minucia que no duró en su pensamiento más de quince minutos porque cuando ya solo le faltaban los calcetines y los zapatos le surgió una cosa que desvió su atención hacia algo mucho más importante que su atuendo.
¿Dónde tenía unos calcetines negros? Dios mío, el tiempo pasaba y él sin calcetines.

Frente a los pies de su cama había una antigua y ancha cómoda de cinco cajones, se acercó para coger un par de calcetines negros que había en el primer cajón, tuvo que rebuscar un poco, pero allí al fondo divisó el par negro, lo agarró con la mano derecha y tiró de él, pero no salían, algo les impedía salir. Acercó la cabeza para mirar y no veía nada que impidiera que los calcetines salieran, pero el caso es que no podía. Empezó a meter la mano para ver si con el tacto conseguía tocar algo que produjera el atasco. En ese momento oyó voces que salían del cajón y vio unos extraños resplandores de color naranja. Metió la mano y el brazo entero y no conseguía llegar al fondo, las voces sonaban cada vez más fuerte y los destellos brillaban intermitentemente con una cadencia constante. Alargó el brazo metiendo el hombro y poco a poco fue introduciendo la cabeza, luego el tronco y finalmente notó que sus piernas se quedaban colgando del vacío, pero en el ultimo tirón se vio completamente dentro de la oscuridad del cajón.

¡Qué había hecho!

 Y ahora ¿Cómo saldría de allí? Cómo se pondría los calcetines que ahora le arropaban a modo de edredón enorme. Comenzó a angustiarse a respirar de forma acelerada. No iba a llegar a tiempo a su ansiada cita.

Cayó hacia el fondo debido a la pendiente del cajón y se dio cuenta de que las voces salían de un magnetófono a casete que estaba encendido y que emitía voces. Los destellos provenían del led de encendido del aparato. La voz era suave y repetía insinuante y repetidamente “rózame con la nariz, por favor, rózame con tu nariz”. Aumentaba su angustia, le resultaba difícil respirar y en la oscuridad y sin intención de hacerlo, introdujo su dedo índice en el agujero de los auriculares.

En ese momento sonó una enorme explosión y vio como se elevaba y como su cuerpo crecía de una forma tan rápida que cuando de repente miró al suelo vio que un pie lo tenía al lado del Monasterio del Escorial y el otro al lado del Palacio de Aranjuez. Se sintió bien, se sintió fuerte, aunque totalmente apesadumbrado por no haber podido asistir a su cita con Berta. Lloró amargamente dándose cuenta que los gigantes también sufren y viendo cómo su lagrimas estaban inundando los pueblos de la periferia y también el centro de Madrid.

Decidió irse al mar a llorar y en cuatro pasos llegó al Mediterráneo y se sentó entre Menorca y Barcelona. Al fin, y después de algún tiempo, consiguió serenarse. Ya más tranquilo divisó a lo lejos la Sagrada Familia y el cartel luminoso rojo que unía sus dos torres delanteras. Vio que podía leerse lo siguiente:

Barcelona, 13/05/2047 19:55:04. Quedan 86.725 minutos para la inauguración.

Al principio no se dio cuenta, pero enseguida detectó algo especial en el mensaje. ¡Había ido hacia atrás en el tiempo! Estaba a cinco minutos de la cita con Berta en El Retiro, aún podía acudir.
Se llenó de felicidad, no le importaba nada, ni su tamaño, ni su ambivalencia, ni sus ideas, nada, solo pensaba en cómo llegar tarde, pero solo unos minutos, el tiempo suficiente para no ser puntual pero no tan largo como para que Berta pensara en el plantón y se fuera.

Decidió dar unas quince vueltas al mundo, lo que estimó que le iba a llevar unos quince minutos. Justo para llegar unos diez minutos tarde, un tiempo razonable.

Por fin llegó al parque de El Retiro y se dio cuenta que algo había pasado en el trascurso de sus vueltas a la Tierra. Su volumen había menguado, ahora tenía una altura igual a la estatua de Alfonso XII que había al lado del estanque. Podía mirar a los ojos al rey, estaban a la misma altura. También se dio cuenta, lo que le tranquilizó, que la ropa había ido cambiando de tamaño con él. Vestía el traje, la camisa blanca y la corbata, eso le daba seguridad, porque aunque un poco mojado todo, tenía una apariencia correcta para la cita con su amada.

Allí abajo estaba, tan guapa, tan correcta, tan delgada, tan cardada. El corazón de Ramón comenzó a latir mucho más fuerte, acercó con suavidad y dulzura su dedo índice a ella y con la máxima suavidad, casi susurrando, le dijo: ¡Berta! Soy yo, Ramón. Cuánto he tenido que pasar para estar aquí contigo. Te amo, no puedo vivir sin ti.

Ella miró hacia arriba con sorpresa, no sabía de dónde podía venir esa voz que conocía. Y de repente, primero hizo un gesto de desconcierto y enseguida otro de terror. Gritó, se dio la vuelta y salió corriendo.

Ramón se dio cuenta y lo entendió, pero no podía dejarla ir, no podía. El solo pensamiento de nunca más rozar su nariz con la de ella le apesadumbraba, le descomponía, le hizo hasta tartamudear, así que tomó la decisión más importante de su vida.

Agarró un árbol entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha y lo arrancó, necesitaba tomar control de su fuerza, tomar conciencia de qué nivel tenía que aplicar. A continuación arrancó la imagen del Ángel Caído del pedestal en que se encontraba en el centro de su plaza. Y finalmente cogió un banco de madera para calibrar distintas fuerzas y pesos.

Se dio cuenta que ahora sí, ahora podía coger a su amada sin riesgo de hacerle daño. Miró hacia abajo, hacia todos los lados, le costó pero al fin consiguió divisar a Berta que estaba bajando a la carrera la Cuesta de Moyano.

Hacía calor pero estaba tranquilo, sereno. Berta estaba en el bolsillo de su camisa, desmallada, descansando. Había atravesado Despeñaperros, había cruzado el Estrecho de Gibraltar y se encontraba a salvo en un oasis del desierto del Sahara. Acababa de llegar, era de noche y el cielo estaba lleno de estrellas.

Su amada estaba con él, ahora solo le quedaba esperar a que su cuerpo volviera a su tamaño normal para poder rozar su nariz con la de ella. 

Y si no... siempre podría comérsela.



© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2019




                                                                                                Abril 2019









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