“Ramón tenía una
obsesión, quería vivir en un cajón como si fuera un ratón.” Alvarito Grillo.
Había
amanecido nublado pero justo en ese momento había comenzado a llover y lo hacía
con fuerza, se oía el salpicar del agua al paso de los neumáticos de los
automóviles. Ramón encendió la luz para poder ver en el espejo cómo se anudaba
la corbata, estaba deseando que llegara la hora. Había quedado junto al
embarcadero del estanque de El Retiro con ella, deseaba remar a su lado y
quizás, porqué no, esperar que surgiera la posibilidad de empujarla al agua y
salir nadando a salvarla o quizá mejor, ahogarla empujando su cabeza hacia
abajo hasta matarla.
Dejó de
anudarse la corbata arrancándola de su cuello con desesperación, no quería
hacer daño a Berta, no quería ni pensar en ello, no quería verla. Se quitó la
camisa, se puso el pijama y se tendió en la cama a leer la última edición del
diccionario de la RAE. Al cabo de dos minutos se sintió incómodo por el peso
del libro y se levantó.
Había dejado
de llover. Hacía calor y el sol entraba por la gran ventana del salón. Se sentó
en el sofá y la imagen de Berta con su
dulce cara, su pequeño pero firme pecho, sus escuetas caderas y su cardado y
fosco pelo le recordó la cita. La amaba, no podía soportar las horas que
permanecía alejado de su lado.
Hacía dos
meses su amigo Pablo había celebrado con una enorme fiesta su cuarenta cumpleaños. Ramón
había llegado tarde por culpa del regalo, no era fácil llevar un ternero de
doscientos kilos por las calles de Madrid, en su coche no cabía, así que tuvo
que presentarse en la oficina de correos a recoger en persona el animal para
llevarlo de la mano hasta la casa de uno de sus mejores amigos. Habría una
distancia de unos tres kilómetros más o menos. El problema surgió cuando al
llegar a la oficina de correos le dijeron que la entrega estaba retrasada
porque el animal estaba sucio y tenían que lavarlo. Ramón puso cara de enfado,
pero en el fondo se alegró, estaba contento porque no le gustaba llegar puntual
a ninguna cita, a pesar de que la puntualidad era un rasgo que todo el mundo
admiraba mucho en él. Cuando a las once de la noche llego a la fiesta, Pablo en
persona le abrió la puerta y al ver el regalo se puso a dar saltos de
alegría y a abrazarle. Ramón se imaginaba algo así y rápidamente comenzó a
clavarle sigilosamente unas agujas en los brazos ante lo que su amigo reaccionó
de la forma esperada, le soltó rápidamente. No soportaba el contacto físico
sostenido con ninguna persona a la que apreciaba.
En la fiesta
había de todo, comida, bebida, música en directo, música enlatada, faquires,
domadores de elefantes, nadadores de competición, actrices porno, pastores de
llamas de Perú, locos de atar, prestidigitadores y allí, en el fondo de la
sala, iluminada por una luz suave de color naranja estaba ella, había comenzado
a leer las manos de Pablo cuando les interrumpió su llamada a la puerta. Pablo
le condujo a su lado y se la presento. Me llamo Berta, dijo. Yo Ramón y este es
mi número de teléfono. No volvieron a hablar en toda la fiesta, pero bailaron
mucho y rozaron sus narices en cinco ocasiones. Fueron momentos de enorme
emoción para Ramón que se repetirían en su memoria constantemente cada uno de
los días siguientes, sobre todo en el amanecer y en el anochecer.
Esa noche
llegó a casa bastante cargado, había bebido más de lo que en él era habitual y
se sentía mareado, así que cayó en la cama y se quedó dormido profundamente.
La imagen de
Berta no se iba de su cabeza, se sucedían los días y no sabía nada de ella.
Llegó a obsesionarse de tal forma que se compró varios libros de quiromancia.
Leerlos serenaba su espíritu.
Una tarde de
finales de abril, mientras Ramón estaba en su casa anotando una transacción
contable de doscientos cincuenta mil euros correspondiente a la venta de un
rebaño de renos en Alaska, sonó el teléfono, era Berta. Le comentó que se había
acordado mucho de él, pero que debido a la gran cantidad de trabajo que había
tenido no había podido llamarle antes. Al principio se hizo el loco, como
si no se acordara de ella, hasta que en un momento determinado dijo “Ah, ya
caigo, tu eres la chica con la que rocé la punta de mi nariz 5 veces en la
fiesta de Pablo”. A partir de ese momento estuvieron hablando durante una hora
y cuarto de banalidades. Tuvieron que terminar la conversación porque el padre
de ella necesitaba hablar por teléfono y no había otro en la casa. Pero antes
tomaron la determinación de quedar en el parque de El Retiro el próximo trece
de mayo a las ocho de la tarde.
No podía
perder esa oportunidad. Dio un salto y se levantó del sofá, tenía que darse
prisa, ya eran las seis y media de la tarde, tenía el tiempo justo. Se puso el
traje gris marengo con una camisa blanca y la corbata rosa, se había estado
fijando mucho en los políticos que esos días estaban en campaña y determinó que
los de derecha eran los más elegantes, por un momento pensó que quizás no sería
lo más adecuado para un paseo en barca por el estanque de El Retiro, pero fue
una minucia que no duró en su pensamiento más de quince minutos porque cuando
ya solo le faltaban los calcetines y los zapatos le surgió una cosa que desvió
su atención hacia algo mucho más importante que su atuendo.
¿Dónde tenía
unos calcetines negros? Dios mío, el tiempo pasaba y él sin calcetines.
Frente a los
pies de su cama había una antigua y ancha cómoda de cinco cajones, se acercó
para coger un par de calcetines negros que había en el primer cajón, tuvo que
rebuscar un poco, pero allí al fondo divisó el par negro, lo agarró con la mano
derecha y tiró de él, pero no salían, algo les impedía salir. Acercó la cabeza
para mirar y no veía nada que impidiera que los calcetines salieran, pero el
caso es que no podía. Empezó a meter la mano para ver si con el tacto conseguía
tocar algo que produjera el atasco. En ese momento oyó voces que salían del
cajón y vio unos extraños resplandores de color naranja. Metió la mano y el
brazo entero y no conseguía llegar al fondo, las voces sonaban cada vez más
fuerte y los destellos brillaban intermitentemente con una cadencia constante.
Alargó el brazo metiendo el hombro y poco a poco fue introduciendo la cabeza,
luego el tronco y finalmente notó que sus piernas se quedaban colgando del
vacío, pero en el ultimo tirón se vio completamente dentro de la oscuridad del
cajón.
¡Qué había
hecho!
Y ahora ¿Cómo saldría de allí? Cómo se pondría
los calcetines que ahora le arropaban a modo de edredón enorme. Comenzó a
angustiarse a respirar de forma acelerada. No iba a llegar a tiempo a su
ansiada cita.
Cayó hacia
el fondo debido a la pendiente del cajón y se dio cuenta de que las voces salían
de un magnetófono a casete que estaba encendido y que emitía voces. Los
destellos provenían del led de encendido del aparato. La voz era suave y repetía
insinuante y repetidamente “rózame con la nariz, por favor, rózame con tu
nariz”. Aumentaba su angustia, le resultaba difícil respirar y en la oscuridad
y sin intención de hacerlo, introdujo su dedo índice en el agujero de los
auriculares.
En ese
momento sonó una enorme explosión y vio como se elevaba y como su cuerpo crecía
de una forma tan rápida que cuando de repente miró al suelo vio que un pie lo tenía
al lado del Monasterio del Escorial y el otro al lado del Palacio de Aranjuez.
Se sintió bien, se sintió fuerte, aunque totalmente apesadumbrado por no haber
podido asistir a su cita con Berta. Lloró amargamente dándose cuenta que los
gigantes también sufren y viendo cómo su lagrimas estaban inundando los pueblos
de la periferia y también el centro de Madrid.
Decidió irse
al mar a llorar y en cuatro pasos llegó al Mediterráneo y se sentó entre
Menorca y Barcelona. Al fin, y después de algún tiempo, consiguió serenarse. Ya
más tranquilo divisó a lo lejos la Sagrada Familia y el cartel luminoso rojo
que unía sus dos torres delanteras. Vio que podía leerse lo siguiente:
Barcelona, 13/05/2047
19:55:04. Quedan 86.725 minutos para la inauguración.
Al principio
no se dio cuenta, pero enseguida detectó algo especial en el mensaje. ¡Había
ido hacia atrás en el tiempo! Estaba a cinco minutos de la cita con Berta en El
Retiro, aún podía acudir.
Se llenó de
felicidad, no le importaba nada, ni su tamaño, ni su ambivalencia, ni sus
ideas, nada, solo pensaba en cómo llegar tarde, pero solo unos minutos, el
tiempo suficiente para no ser puntual pero no tan largo como para que Berta pensara
en el plantón y se fuera.
Decidió dar
unas quince vueltas al mundo, lo que estimó que le iba a llevar unos quince
minutos. Justo para llegar unos diez minutos tarde, un tiempo razonable.
Por fin llegó
al parque de El Retiro y se dio cuenta que algo había pasado en el trascurso de
sus vueltas a la Tierra. Su volumen había menguado, ahora tenía una altura
igual a la estatua de Alfonso XII que había al lado del estanque. Podía mirar a
los ojos al rey, estaban a la misma altura. También se dio cuenta, lo que le
tranquilizó, que la ropa había ido cambiando de tamaño con él. Vestía el traje,
la camisa blanca y la corbata, eso le daba seguridad, porque aunque un poco
mojado todo, tenía una apariencia correcta para la cita con su amada.
Allí abajo
estaba, tan guapa, tan correcta, tan delgada, tan cardada. El corazón de Ramón comenzó
a latir mucho más fuerte, acercó con suavidad y dulzura su dedo índice a ella y
con la máxima suavidad, casi susurrando, le dijo: ¡Berta! Soy yo, Ramón. Cuánto
he tenido que pasar para estar aquí contigo. Te amo, no puedo vivir sin ti.
Ella miró
hacia arriba con sorpresa, no sabía de dónde podía venir esa voz que conocía. Y
de repente, primero hizo un gesto de desconcierto y enseguida otro de terror. Gritó,
se dio la vuelta y salió corriendo.
Ramón se dio
cuenta y lo entendió, pero no podía dejarla ir, no podía. El solo pensamiento
de nunca más rozar su nariz con la de ella le apesadumbraba, le
descomponía, le hizo hasta tartamudear, así que tomó la decisión más importante
de su vida.
Agarró un
árbol entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha y lo arrancó, necesitaba
tomar control de su fuerza, tomar conciencia de qué nivel tenía que aplicar. A
continuación arrancó la imagen del Ángel Caído del pedestal en que se encontraba
en el centro de su plaza. Y finalmente cogió un banco de madera para calibrar
distintas fuerzas y pesos.
Se dio
cuenta que ahora sí, ahora podía coger a su amada sin riesgo de hacerle daño.
Miró hacia abajo, hacia todos los lados, le costó pero al fin consiguió divisar
a Berta que estaba bajando a la carrera la Cuesta de Moyano.
Hacía calor
pero estaba tranquilo, sereno. Berta estaba en el bolsillo de su camisa,
desmallada, descansando. Había atravesado Despeñaperros, había cruzado el
Estrecho de Gibraltar y se encontraba a salvo en un oasis del desierto del
Sahara. Acababa de llegar, era de noche y el cielo estaba lleno de estrellas.
Su amada estaba
con él, ahora solo le quedaba esperar a que su cuerpo volviera a su tamaño
normal para poder rozar su nariz con la de ella.
Y si no... siempre podría
comérsela.
© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2019
Abril 2019
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