(Mamá, te quiero. Sigue cuidándonos desde donde estás.)
Estaban frente a mí, el mayor de los tres me miró, con unos ojos enormes y una mirada inexpresiva, bueno, tirando a triste. Me dijo algo mientras los otros dos niños miraban al suelo. Evidentemente no entendí nada. Su expresión no era de pedir, tampoco de miedo ni desconfianza. Me dejó pensativo, no sabía la importancia de sus palabras, aunque por sus gestos intuí que quería explicarme, contarme algo. Quizás algo así como que eran hermanos. No sé, la jerga era incomprensible y en aquel mercado lleno de ruidos, colores y olores era muy difícil poder concentrarse en algo.
Volví de nuevo mi mirada hacia ellos, sus pieles eran oscuras aunque los
rasgos de sus caras eran delicados, en realidad en la India era corriente ver
gente así. Al más pequeño le caían unos largos velones de mocos transparentes
que de vez en cuando retiraba con la lengua. Quizás tendría 5 años. Su ropa
parecía sucia, aunque nunca se sabe ya que los tres iban vestidos de un color
claro grisáceo. Imaginé que si tenían madre, seguro que no disponía de lavadora
automática ni detergente, ni menos blanqueadores.
El otro niño era un poco mayor, no mucho, ambos estaban cogidos de la mano
y siempre junto al mayor que podía tener quince o dieciséis años, como cobijándose
detrás de él.
Hacía mucho calor y la humedad multiplicaba por dos esa sensación. El mayor
de los chicos volvió a hablarme, esta vez más fuerte, casi gritando, sus
inexpresivos, tristes ojos seguían igual. Ante la falta de respuesta por mi
parte se acercó y tomó mi mano con la suya, noté el contacto de su piel, era
delicada, templada y aparentemente limpia. Tiró primero suavemente de mi mano y
luego un poco más fuerte, comenzando a andar aunque su cara seguía mirándome en
sentido opuesto a su marcha. Me dejé llevar. Recorrimos el largo pasillo lleno
de puestos a ambos lados. Frutas, baratijas, muebles, utensilios de cocina y
enseres se mezclaban en ellos. Según pasábamos por algún puesto en el que había
especias o perfumes se producía una explosión de olores que te transportaba
momentáneamente a otros lugares irreales, pero duraba poco porque siempre, instantáneamente,
se producía otra sensación ya fuera auditiva, olfativa o visual. Había mucho
ruido ambiente, murmullo, pero no había gritos como podría ser habitual en este
tipo de mercados en otros lugares del mundo. Mis pies resbalaban de vez en
cuando con restos de verduras que había por el suelo. De repente llegamos al
fin del pasillo, había una puerta que daba a la calle. Salimos, el chico iba
acelerando su paso, los pequeños iban a su lado, yo un poco detrás, el sudor me
caía por la frente, el calor húmedo era sofocante, cruzamos la calle entre
suciedad y sorteando las bicis y las motos, un poco más adelante, a la
izquierda, se metió por un callejón estrecho y oscuro, me paré un segundo
pensando si debería seguir, pero lo hice. Recorrimos una red de calles estrechas
y oscuras, no más limpias, y de pronto se metieron por una puerta pequeña a la
derecha. Había que bajar unos escalones, era una pequeña estancia mal iluminada
por un pequeño ventanuco en lo alto. Allí paramos todos. Abrió un arcón bajo de
madera, no muy grande, que había sobre el suelo. Cogió unos objetos de dentro,
me miró con esos enormes ojos negros y me los ofreció, o eso creía yo. Eran
lápices de mina negra, todos muy gastados, pequeños, cortos, se veía que habían
sido afilados a cuchillo para sacarles punta un montón de veces. Además había
una pequeña goma de borrar del tamaño de un garbanzo. Con cara de sorpresa
junté las palmas de mi mano para recibirlos. Me los dio, hice un gesto de
agradecimiento y saqué un billete del bolsillo y se lo di. Me sonrió y cuando
fui a guardar los lápices y la goma en mi mochila puso un gesto entre sorpresa
y turbación y me negó con la cabeza y me ofreció de nuevo el billete que le
había dado. En ese momento el sorprendido y turbado fui yo.
¿Qué pretendía? ¿Qué quería de mí?
A la derecha había dos jergones, uno de ellos más ancho que el otro. Se
acercó a ellos y sacó de debajo del viejo y roído colchón dos carpetas viejas pero
muy cuidadas de cartón de color claro y otra vez, soltándome una perorata en su
inentendible lengua, sacó una serie de papeles que había dentro y me los
enseñó. Unas hojas estaban llenas de escritura igual de inentendible y en otras
se alternaban dibujos de pájaros, de personas, de flores y de frutas con el
mismo tipo de escritura. Me pidió algo con la palma de la mano extendida hacia
mí, entendí que eran los lápices. Los volví a sacar de la mochila y los puse
sobre uno de los jergones. Entonces el chico tomó uno de ellos e hizo como si
escribiera sobre una de las hojas alternando su mirada entre la hoja y mis
ojos, su cara volvía a ser sería y con gesto de querer comunicar algo
importante.
Entonces entendí, aunque en aquellos momentos no tenía la completa
seguridad.
Ahora sí, nuestras miradas se cruzaron con una amplia sonrisa cómplice. Le
ofrecí mi mano derecha, noté que no sabía qué hacer. Después de unos momentos
de duda acercó la suya y las juntamos en un saludo tras el cual hizo un gesto
de inclinación de cabeza con las manos juntas y las puntas de los dedos hacia
arriba al que correspondí.
Cogí su mano y tiré de ella, miré a los otros dos niños y les hice un gesto
con el brazo con intención de indicarles que nos siguieran y vi que lo
conseguí, iban tras nosotros. Volvimos a recorrer el entramado de callecillas,
esta vez el que iba delante era yo y no sé cómo lo hice pero lo conseguí,
llegamos de nuevo al mercado.
Allí recorrimos todos los puestos en que había lápices negros y de colores,
gomas de borrar, bolígrafos y papel, yo miraba y él elegía, sus ojos y los de
los dos niños ahora expresaban alegría, el del mayor, además, excitación. Los
olores, los colores y los sonidos del mercado eran idénticamente iguales a los
de hacía unos momentos.
Al cabo de unos momentos él tenía su tesoro y todo había acabado, intenté
expresárselo y creo que lo entendió. Paré, me quedé quieto, le miré
intensamente a los ojos, le dije con la mirada que me tenía que ir, que mi
tiempo allí había acabado, que me sentía feliz de haber comprendido, de haber
podido ayudarle. Junté mis manos con las palmas hacia arriba e incliné la
cabeza, hice el mismo gesto con los niños, retrocedí dos pasos con cuidado para
no caerme, me volví y salí por la puerta después de haber recorrido un largo
pasillo con puestos de frutas, verduras, baratijas y muchísimas cosas más a
ambos lados.
Al salir a la calle un montón de hombres esperaban pacientemente su turno, unos
sentados en el suelo y otros tumbados, esperando al barbero.
Mientras caminaba sudando hacia el hotel entre el ensordecedor sonido de la
gente, las motos y los coches, sólo sentía alegría, muy grande, inmensa.
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