sábado, 17 de marzo de 2018

Espacio y crimen




Estaba enfadada, mucho. Mientras subía la rampa de acceso recordaba la recepción de la carta conteniendo la invitación de mi marido para el vis-a-vis, mi petición de información a Instituciones Penitenciarias, mi convencimiento de que no podía hacer nada, ¡que podía hacer yo para mejorar su estado de depresión!, alguien a quien no veía desde hacía ocho años, a quien ya ni siquiera odiaba, ni despreciaba, que me daba igual. Y justo por eso decidí ir, perder un sábado por la mañana de mi vida, de mi ocio.

Tuve que dejar todas mis pertenencias en la sala de inspección, donde fui cacheada por una funcionaria bajita, educada, pero con aspecto de muy malas pulgas que me preguntó si traía algo para entregar al recluso. !Por supuesto que no! También me preguntó si deseaba comprar algo en el economato, comida o bebida para consumir durante la entrevista. Un simple gesto le sirvió de respuesta. Bueno, vamos, me dijo, disponen de 90 minutos para estar juntos.

Me condujo a través de dos largos pasillos y un pequeño patio hasta un edificio en el que había celdas con barrotes y unas escaleras que ascendían a otro nivel en el que podía distinguir más puertas con barrotes. Todo era gris, impersonal, y había un olor a potaje flatulento que parecía incrustado en el ambiente.

Me fue comunicado su ingreso en prisión hace ya unos seis años. Había estado largo tiempo bandeandose entre abogados, leyes, amigos y enemigos, alargando tiempos, pagando testimonios, y no solo con dinero, caminando sobre un cable que se tensaba y destensaba según se iban produciendo sus declaraciones, judiciales y públicas. Hasta que no pudo más y lo inevitable llegó. No sé qué sentí, ¿alegría? ¿desprecio? ¿satisfacción?

A un lado del distribuidor de la escalera había un pasillo, lo recorrimos hasta el final, frente a una puerta con barrotes que descorrió, cla-cla-cla. Me dijo que pasará y esperara, que mi marido llegaría enseguida. Cerró la puerta con llave y se marchó.

Una de las peores sensaciones de mi vida, verme sola y encerrada allí hizo que ni siquiera fuera capaz de centrarme en lo sórdido de la escena que vivía. Comencé a intentar relajarme mediante respiraciones lentas, largas y cíclicas. En la pared del fondo una litera de dos camas estrechas. A la izquierda un ventanal grande pero muy alto y a la derecha una mesa con dos sillas, pegada a la pared, y una puerta que daba al aseo en el que había un lavabo y un wc, entré con decisión y me lavé las manos con una pequeña pastilla de jabón que tuve que desprecintar, las sequé con toallas de papel, me pareció un buen detalle. A continuación puse la radio en el aparato mp3 que había sobre la mesa y subí el volumen al máximo, en realidad enseguida me arrepentí porque el estruendo que se produjo me creó una sensación de miedo y violencia que provocó que bajara el volumen inmediatamente, hasta que la música se hizo casi inaudible. Era como una película de miedo antigua, todo gris, oscuro. Deprimente. Lamentable.

Noventa minutos, qué iba a hacer durante tanto tiempo. ¿Y si se ponía violento? ¿Y si se sobrepasaba conmigo? ¿Me querría contar algo? De qué podía hablar con un extraño que no veía desde hacía ocho años…

La puerta se abrió con un fuerte cla-cla-cla.

Hola Ana, cómo estás...





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