- Maño, ¡pon una banderilla al niño!
El
vermut me lo tomo porque si no no hay pincho, ese es mi secreto. Emilio, un
tipo elegante con su pelo pegado con brillantina y su camisa blanca
increíblemente blanca y su corbata a juego con su franca sonrisa, coge de una
fuente, que en ese momento yo no alcanzo a ver, un palillo en el que hay
pinchado en este orden un berberecho, una aceituna y un trocito de pimiento
rojo. ¡Qué olores! La sonrisa del Maño
es tan elegante como él.
Loli
y Alfonso hablan con Lola a gritos y entre risas. Mientras, Ana Mari, mi amiga
del alma, me mira con un gesto típico suyo, con su sonrisa tierna y bonachona.
Está muy contenta. Yo también.
Subí
las escaleras no precisamente despacio, ¿cómo estaría la casa? En 2004 quedó
muy bonita, su trabajo me costó y su buen dinero les costó a mis padres. Mi
madre había dicho que esa casa vacía no servía para nada, que había que
arreglarla un poco y alquilarla, había que haberlo hecho ya en 1984.
¿Es
posible que una madera con tantos años y tan desgastada tenga el mismo olor que
hace cincuenta y cinco? ¿Ayudará la legía de tantos miles de fregados? Esos
aromas de una vida tan distinta, tan pasada... Fue un instante olfativo
mientras sonaba el chirriar de los peldaños bajo mis pies.
En
cuanto tuve un rato hice cuentas, yo entonces estaba enamorado del excel, casillas que se rellenan con
números y que después se manejan a tu antojo consiguiendo conclusiones
impensadas cuando comienzas y que si quieres pueden ser tan falsas como los
mundos paralelos. Mi conclusión fue que se podría amortizar en, como mucho,
seis años. Se lo dije a mi madre para animar a mi padre, a ella no le hacía
falta. Mi cometido sería controlar la obra y el presupuesto.
El
tiempo pasó y ahora el dueño de esa casa era yo. Me sentía solo. Siempre me
pregunté cómo sería tener hermanos y siempre, desde que primero olía y luego me
zampaba las banderillas de "El Maño",
me pareció lo mismo, que nunca lo sabría. Como todo en la vida tendría sus
cosas favorables y sus cosas desfavorables. Qué más da. Las cosas son como son
y así debemos vivirlas. Nunca mis pensamientos sobre ello duraron más de 2
minutos. Salvo los días posteriores a la muerte de mi madre.
Con
esa sensación de soledad llegué al tercer piso, curioso, allí estaba parado el
ascensor. Abrí las puertas, necesitaba olerlo. Igual. ¿Fruta, puerros y aceite
de engrasar?
Volví
a cerrar el ascensor y al girarme me encontré ante esa puerta con mirilla
circular que siempre me recordó, con acierto, una caja abierta de quesitos de El Caserío. Ahí, noté una sensación
interior a la altura del corazón, quizás un poco más abajo, una palpitación un
poco más rápida y fuerte de lo normal.
Desde
el balcón de la habitación de mi abuela veo la calle Argumosa, es otoño, me
encanta ese balcón con geranios colgados a ambos lados de la barandilla. Salgo
fuera. Como muchos otros días de buen tiempo me paso muchos minutos allí con
una libreta negra en una mano y un lápiz en la otra. Pinto un palote más en la
línea de los Seat 600. Después pasan
4 motocarros seguidos. Al cabo de otro rato invento el palote cruzado al divisar a lo lejos el quinto
motocarro. Otras veces no anoto marcas, sino los colores de los coches.
Finalmente cierro el recuento y pongo la fecha. Mi afición posterior por el excel viene de ahí.
No
consigo recordar si ganarían los 600,
los motocarros, los camiones o las DKV.
Qué putada el binomio memoria-tiempo.
Noté
el peso de la puerta al abrirla. El suelo de parquet de la entrada estaba
bastante bien. En 2002, cuando comenzó la obra, no se ponía tarima flotante. La
heroína hacía algún tiempo que había abandonado la plaza de Lavapiés y el
barrio, lleno de inmigrantes y viejos, comenzaba a ser colonizado por gente
joven y alternativa.
Pepito,
ahora José Luis, el Sele para mi, ha venido a casa y soy feliz, muchas veces me
ha comentado que él también lo era. A petición suya voy a la habitación del
fondo, la que da a la calle Salitre, y vuelvo con una caja de cartón grande.
Pepito se coloca en un extremo del pasillo y yo en el otro. El suelo no es de
madera, está frio y nosotros llevamos pantalón corto. Cada uno colocamos
nuestros castillos de corcho, pero es a él al que le ha tocado comenzar a
disparar las balas rojas de madera desde el cañón enorme del mismo material. Mete
la bala, tira de la bola que hay en un extremo comprimiendo el muelle interno
del cañón y cuando está a punto de soltarla yo me aparto para que no me dé.
Avancé
por el pasillo, ese olor no era el mío. Eran los olores de otra gente de muchos
días, de, imagino, buenos, malos y regulares momentos. De gente joven, más que
yo, que decidió vivir en ese ruidoso barrio sin importarles no tener aire
acondicionado, sin molestarles el ruido que sube de las terrazas en verano, con
los balcones abiertos para poder respirar un poco. Otro tipo de vida, del siglo
veintiuno.
Estoy
en la cama, mis padres, mi tía y mi abuela deben estar dormidos. Mi ventana
está abierta, no hace frío y es posible que en realidad haga bastante calor.
En el
silencio de la noche oigo golpes lejanos del palo del Sereno y las voces de
Gloria, Aurea y Vicenta. Salvo alguna broma, o alguna discusión, hablan en voz
muy baja. Debe ser tarde, no sé lo que dicen, aunque si lo intentara creo que
podría descubrir muchas cosas, pero no, es como una música de fondo para mí.
Están sentadas en sillas de madera a la derecha del portal, delante de la
puerta de la frutería cerrada, o no, quizás la parte derecha del cierre esté
medio subida para que vuelvan a casa las dos primeras, mientras la segunda
volverá a la portería por el portal. Yo no me enteraré de nada porque estaré
dormido.
Avancé
por el pasillo y llegué a la zona noble, las dos habitaciones del chaflán. La
de la izquierda la han usado como dormitorio, al igual que mis padres, se
notaba perfectamente, habían dejado un antiguo mueble destartalado de Ikea. La de la derecha, tenía las
paredes un poco más manchadas, la usaron como comedor y cuarto de estar. Habría
que pintar, bueno, imagino que cuando se van los inquilinos de una casa siempre
hay que pintar. Fueron buena gente, siempre treintañeros, de la primera mitad
de la treintena, me di cuenta entonces. Unos se iban y otros venían,
cambiábamos el contrato incluyendo un nuevo anexo. Siempre quedó Marta, era
como si se mantuviera de guardia para no perder el castillo.
Mi
madre me da siete cincuenta y bajo las escaleras de madera corriendo, de dos en
dos, cruzo la calle y me meto en la heladería (luego se llamó Royne). Huele a vainilla pero a mí me gusta la nata, sin embargo la solución
de compromiso en casa son los "tres sabores" y de eso es lo que pido
una barra, y no se me olvida pedir los barquillos. Si no se les pide siempre se
les "olvida". Dejo el olor a vainilla y vuelvo a casa sin las siete
cincuenta pero con el postre dominical de mantecado de nata, chocolate y
vainilla. ¿Qué pensará mi padre? Pero eso lo pienso ahora.
Salí
a la balconada del chaflán, que compartían el dormitorio de mis padres y el
comedor de los sillones de orejas, de las comidas de domingo, del mueble bar
con anís, coñac, ron Negrita, Tío Pepe y vermut, de los cajones donde
mi madre escondía el chocolate y a mí me daba igual, de las noches de
Nochebuena y Nochevieja, con mucha gente, muchos vecinos, mucho turrón, mucha
alegría.
Y vi
que enfrente ya no estaba la casa de comidas económicas Soidemersol, no me había fijado en la calle. El local estaba pero
ya no se llamaba así. Ahora tenía el nombre de un lugar del siglo veintiuno y
mis olores eran del siglo veinte.
© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2019
1 comentario:
Publicar un comentario