lunes, 21 de noviembre de 2011

Llueve en Madrid

  

Es domingo, es Madrid, es otoño, llueve.

Estamos en el centro, calle Fuencarral, son las trece treinta, llueve, quizás no demasiado.

Acabamos de salir del metro, Tribunal, llueve. Por las escaleras mecánicas hemos tropezado varias veces con esas maletas verticales de arrastrar que lleva la gente, muchos de ellos guiris. La colocan a la derecha, delante de ellos, pero como son, en muchos casos, bastante anchas, cierran el paso a los que subimos adelantando por la izquierda.

El suelo esta mojado, el tiempo es fresco, llueve y el color predominante en la calle es el gris.

Cuando llueve cambian los sonidos que se escuchan en las calles. Siempre me siento como dentro de una campana de cristal (o eso creo, porque nunca he estado dentro de una). Los sonidos me llegan amortiguados, los cercanos, como el ruido de mis pies al caminar ó el que se produce cuando abro mi paraguas, o el del taxi que pasa apartando el agua con sus neumáticos, porque el ruido lejano casi ni lo escucho.

Las tiendas, muchas de ellas, están abiertas, aunque es domingo. Pero qué diferentes se ven a cuando paseaba por esta misma calle la pasada primavera en un brillante día soleado. Hoy llueve y todo es gris, en sus diferentes tonalidades, Luego azul y verde, pero en tonos oscuros y el rojo se ve de color granate.

La lluvia no es fuerte, y las gotas son pequeñas y caen muy juntas, a eso en Madrid le llamamos calabobos, son gotas finas y su densidad es baja. Si no fuera por mi absurdo problema no haría falta ni que llevara el paraguas abierto. Eso sí, me alegro infinito de haberme puesto los zapatos de lluvia, de piel fuerte y engrasada y gruesa suela de goma.

Voy a comer con mis amigos y eso ya, sólo eso, es una buena noticia. Estoy lleno de una amplia, serena, placida alegría. Llueve. De repente, en la calle del restaurante se oye un suave ruido, un shhhshhhshhhh, es un coche que viene hacia nosotros levantando el agua de los múltiples charcos que hay en la calzada y salpicando con ese agua sucia las aceras. Está como a unos cuarenta metros de nosotros. Peligro. La acera es estrecha y no tenemos donde guarecernos, nos va a poner perdidos a su paso. El automóvil reduce velocidad, pero no suficiente, salpica menos pero sigue manchando la acera. Por fin, el tiempo no puede detenerse y pasa a nuestro lado, no nos mancha, justo por donde nos encontrábamos no había charco. Salvados.

Cierro el paraguas, entramos en el restaurante y nos encontramos con el suave calor de la amistad.

Un bonito día.

Llueve.
   

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