Sí, de repente me encontraba en medio del jardín central de un claustro, delante de una jacarandá, en la calle Reconquista, en el centro de Buenos Aires, en el claustro del Convento Grande de San Ramón Nonato. Durante un buen rato recorrí las calles de la capital federal. Disfrutando de su gente, de su acento y de su aire, de ese suave aroma a hierba mate.
Y luego estuve en la Patagonia, frente a esa enorme y bella exageración de la naturaleza llamada Glaciar Perito Moreno, viendo como se desprendían trozos de hielo a la vez que se creaban témpanos flotantes a modo de islotes helados.
Más tarde me encontré en un mirador del Gran Cañón del Colorado, viendo una increíble y rojiza puesta de sol, y luego delante del templo de la Madeleine en Paris, desde ahí salté al Fiordo de Saguenay en Canadá, que recorrí volando, sí volando, desde Jonquiere a Tadoussac y muchos hermosos lugares más. Recorría un sitio tras otro saltando de forma instantánea según mis gustos, sólo tenía que desearlo.
Pero lo más impactante fue cuando aparecí en Madrid, en la calle Argumosa, ese verano de 1960, viendo salir del portal de mi casa a un niño de unos ocho años acompañando de la mano a una niña de unos doce. Ese niño feliz y sonriente era yo. Eso me impactó, me paralizó por unos momentos, me emocionó de tal forma, que volví, volví inmediatamente, asustado, con auténtico miedo, excitado, ¿que hubiera sucedido si hubiera visto a mi madre ó a mi padre saliendo de ese portal?, jóvenes, con menos de cuarenta años. ¿Hubiera resistido a acercarme, a tocarles, a besarles? Volví al presente, a mi realidad, a mi tiempo y me sentí protegido y a salvo.
Me encontraba de nuevo en la calle Bruselas, en el piso del que había salido dentro del cuerpo que me habían prestado.
Poco a poco me fui tranquilizando, cuando lo conseguí, me senté en el taburete y desparramé su cuerpo encima de la mesa...
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