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Alfonso esbozó una sonrisa, algo no demasiado habitual en él, al recordar la última vez que había visto a su amigo. Era viernes noche y Ramón se presentó en el restaurante donde iban a cenar con una botella de vino, de un buen vino de Castilla.
Se trataba de un local de barrio, mitad restaurante mitad bar y pensaba que no iba a tener ningún problema al solicitar amablemente al camarero poder utilizar su propia botella en la cena. Le propondría pagarle un justo precio por ello, por un lado por el uso de las copas y por otro por no consumir ningún vino de la carta.
Pero no, el camarero le dijo que tenía que consultarlo con el jefe y al cabo de unos momentos volvió con cara seria y les dijo que lo sentía pero no era posible. Ramón se sorprendió mucho con su respuesta, no la esperaba, se quedó mirando fijamente al camarero, con los ojos muy abiertos, durante unos largos segundos. Alfonso se esperó lo peor, su amigo era una persona directa, vehemente y de una espontaneidad que algunas veces le asustaba.
- ¿Porqué? Perdone pero no entiendo, ¿porqué no podemos cenar con mi vino?
Fue lo único que atinó a decir después de la extensa e intensa pausa, con una cara cuya expresión de sorpresa no había disminuido absolutamente nada y con la mirada fija en los ojos de su interlocutor.
- No lo se señor, lo siento, he preguntado al jefe y es lo que hay. Si quiere le digo que venga aquí a hablar con usted.
- No, no hace falta, déjelo.
Era incapaz de entenderlo. Cualquier cosa que se pudiera hacer sin molestar a nadie, y para ello utilizaba, claro, su propia deficinición de los verbos "molestar" y "poder hacer", se hacía, después de pedir permiso y punto.
Estaba más sorprendido que indignado, pero le duró poco.
Primero pidió al camarero que le abriera la botella bajo pretexto de que en su casa no tenía sacacorchos, a lo que el camarero no sólo no se negó sino que mientras descorchaba la botella, le dio una lección magistral sobre las importantes diferencias que hay entre las herramientas profesionales y las que solíamos tener en casa para esos menesteres.
Una vez descorchada dejó la botella en el suelo, en la bolsa de papel en la que la había llevado, estuvo esperando a que Alfonso terminara su cerveza para comenzar a escanciar vino repetidamente en las copas. Hasta que se vació. El camarero o no se enteró o no quiso meterse en líos.
Resultó divertido. Ramón era así. La espontaneidad y la desinhibición ante lo correcto e incorrecto era parte de su vida, Alfonso le admiraba por ello.
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