domingo, 24 de diciembre de 2017

Cuento de Navidad 2017



(Mamá, te quiero. Sigue cuidándonos desde donde estás.)  

Estaban frente a mí, el mayor de los tres me miró, con unos ojos enormes y una mirada inexpresiva, bueno, tirando a triste. Me dijo algo mientras los otros dos niños miraban al suelo. Evidentemente no entendí nada. Su expresión no era de pedir, tampoco de miedo ni desconfianza. Me dejó pensativo, no sabía la importancia de sus palabras, aunque por sus gestos intuí que quería explicarme, contarme algo. Quizás algo así como que eran hermanos. No sé, la jerga era incomprensible y en aquel mercado lleno de ruidos, colores y olores era muy difícil poder concentrarse en algo.

Volví de nuevo mi mirada hacia ellos, sus pieles eran oscuras aunque los rasgos de sus caras eran delicados, en realidad en la India era corriente ver gente así. Al más pequeño le caían unos largos velones de mocos transparentes que de vez en cuando retiraba con la lengua. Quizás tendría 5 años. Su ropa parecía sucia, aunque nunca se sabe ya que los tres iban vestidos de un color claro grisáceo. Imaginé que si tenían madre, seguro que no disponía de lavadora automática ni detergente, ni menos blanqueadores.

El otro niño era un poco mayor, no mucho, ambos estaban cogidos de la mano y siempre junto al mayor que podía tener quince o dieciséis años, como cobijándose detrás de él.

Hacía mucho calor y la humedad multiplicaba por dos esa sensación. El mayor de los chicos volvió a hablarme, esta vez más fuerte, casi gritando, sus inexpresivos, tristes ojos seguían igual. Ante la falta de respuesta por mi parte se acercó y tomó mi mano con la suya, noté el contacto de su piel, era delicada, templada y aparentemente limpia. Tiró primero suavemente de mi mano y luego un poco más fuerte, comenzando a andar aunque su cara seguía mirándome en sentido opuesto a su marcha. Me dejé llevar. Recorrimos el largo pasillo lleno de puestos a ambos lados. Frutas, baratijas, muebles, utensilios de cocina y enseres se mezclaban en ellos. Según pasábamos por algún puesto en el que había especias o perfumes se producía una explosión de olores que te transportaba momentáneamente a otros lugares irreales, pero duraba poco porque siempre, instantáneamente, se producía otra sensación ya fuera auditiva, olfativa o visual. Había mucho ruido ambiente, murmullo, pero no había gritos como podría ser habitual en este tipo de mercados en otros lugares del mundo. Mis pies resbalaban de vez en cuando con restos de verduras que había por el suelo. De repente llegamos al fin del pasillo, había una puerta que daba a la calle. Salimos, el chico iba acelerando su paso, los pequeños iban a su lado, yo un poco detrás, el sudor me caía por la frente, el calor húmedo era sofocante, cruzamos la calle entre suciedad y sorteando las bicis y las motos, un poco más adelante, a la izquierda, se metió por un callejón estrecho y oscuro, me paré un segundo pensando si debería seguir, pero lo hice. Recorrimos una red de calles estrechas y oscuras, no más limpias, y de pronto se metieron por una puerta pequeña a la derecha. Había que bajar unos escalones, era una pequeña estancia mal iluminada por un pequeño ventanuco en lo alto. Allí paramos todos. Abrió un arcón bajo de madera, no muy grande, que había sobre el suelo. Cogió unos objetos de dentro, me miró con esos enormes ojos negros y me los ofreció, o eso creía yo. Eran lápices de mina negra, todos muy gastados, pequeños, cortos, se veía que habían sido afilados a cuchillo para sacarles punta un montón de veces. Además había una pequeña goma de borrar del tamaño de un garbanzo. Con cara de sorpresa junté las palmas de mi mano para recibirlos. Me los dio, hice un gesto de agradecimiento y saqué un billete del bolsillo y se lo di. Me sonrió y cuando fui a guardar los lápices y la goma en mi mochila puso un gesto entre sorpresa y turbación y me negó con la cabeza y me ofreció de nuevo el billete que le había dado. En ese momento el sorprendido y turbado fui yo.

¿Qué pretendía? ¿Qué quería de mí?

A la derecha había dos jergones, uno de ellos más ancho que el otro. Se acercó a ellos y sacó de debajo del viejo y roído colchón dos carpetas viejas pero muy cuidadas de cartón de color claro y otra vez, soltándome una perorata en su inentendible lengua, sacó una serie de papeles que había dentro y me los enseñó. Unas hojas estaban llenas de escritura igual de inentendible y en otras se alternaban dibujos de pájaros, de personas, de flores y de frutas con el mismo tipo de escritura. Me pidió algo con la palma de la mano extendida hacia mí, entendí que eran los lápices. Los volví a sacar de la mochila y los puse sobre uno de los jergones. Entonces el chico tomó uno de ellos e hizo como si escribiera sobre una de las hojas alternando su mirada entre la hoja y mis ojos, su cara volvía a ser sería y con gesto de querer comunicar algo importante.

Entonces entendí, aunque en aquellos momentos no tenía la completa seguridad.

Ahora sí, nuestras miradas se cruzaron con una amplia sonrisa cómplice. Le ofrecí mi mano derecha, noté que no sabía qué hacer. Después de unos momentos de duda acercó la suya y las juntamos en un saludo tras el cual hizo un gesto de inclinación de cabeza con las manos juntas y las puntas de los dedos hacia arriba al que correspondí.

Cogí su mano y tiré de ella, miré a los otros dos niños y les hice un gesto con el brazo con intención de indicarles que nos siguieran y vi que lo conseguí, iban tras nosotros. Volvimos a recorrer el entramado de callecillas, esta vez el que iba delante era yo y no sé cómo lo hice pero lo conseguí, llegamos de nuevo al mercado.

Allí recorrimos todos los puestos en que había lápices negros y de colores, gomas de borrar, bolígrafos y papel, yo miraba y él elegía, sus ojos y los de los dos niños ahora expresaban alegría, el del mayor, además, excitación. Los olores, los colores y los sonidos del mercado eran idénticamente iguales a los de hacía unos momentos.

Al cabo de unos momentos él tenía su tesoro y todo había acabado, intenté expresárselo y creo que lo entendió. Paré, me quedé quieto, le miré intensamente a los ojos, le dije con la mirada que me tenía que ir, que mi tiempo allí había acabado, que me sentía feliz de haber comprendido, de haber podido ayudarle. Junté mis manos con las palmas hacia arriba e incliné la cabeza, hice el mismo gesto con los niños, retrocedí dos pasos con cuidado para no caerme, me volví y salí por la puerta después de haber recorrido un largo pasillo con puestos de frutas, verduras, baratijas y muchísimas cosas más a ambos lados.

Al salir a la calle un montón de hombres esperaban pacientemente su turno, unos sentados en el suelo y otros tumbados, esperando al barbero.

Mientras caminaba sudando hacia el hotel entre el ensordecedor sonido de la gente, las motos y los coches, sólo sentía alegría, muy grande, inmensa.

En ese mismo momento, en Jaipur, con ese agradable sentimiento, quizás a causa de él, me di cuenta de que mañana era el día de Navidad.