jueves, 24 de mayo de 2018

Komanda


La oscuridad le arropaba. La tierra del  suelo y el frescor de la noche en la piel debieran haber contribuido a tranquilizar esa sensación de estar perdido. Lo mejor era poder estar con los ojos abiertos y no ver nada, no sentir nada, no asustarse por nada, aunque luego, claro, estaría cansado, mejor, el aturullamiento le ayudaría a no enterarse. No saber es mejor que olvidar, o fingir que no se está, que no se hace. Mejor no enterarse. Y no saber si todo va a ser así siempre. Para qué, pensar no sirve, no ayuda y todo lo que no calma es dolor.

En mi casa yo era el encargado de ir a por el agua, el río no estaba lejos pero había días que tenía que ir hasta cuatro veces, ya que aún no tenía edad para acompañar a mi padre a Komanda como lo hacía mi hermano mayor. Mis hermanas, todas menos Huakalu, la pequeña, hacían unos collares y unas pulseras que vendíamos en el supermercado. Una vez, el encargado, Tom,  les regaló una botella de refresco de lima y mi padre y mi hermano la trajeron a casa. Mi madre vació la botella en el vaso y probamos todos, estaba dulce y tenía un sabor muy suave. El tapón era azul brillante con el dibujo de un águila en blanco, rojo y un poquito de amarillo, nos enamoró a todos y lo sorteamos, me tocó a mí y lo guardé en mi bolsa y la escondí, nunca lo había hecho hasta entonces. Nuestra vida era sencilla y tranquila, no voy a decir que fácil porque trabajábamos mucho. Solo a veces nos llegaban noticias de gente armada que cruzaba la frontera desde Uganda.

Por la mañana era distinto, tenía que abrir los ojos, cerrados de madrugada porque el derrumbamiento llegaba en forma de sueño, y levantarse agotado. Lo primero asegurarse del cuchillo, lo tenía siempre pegado al costado izquierdo, atado con la cuerda, su gran preocupación en la vida despierta. Hacía poco a Kubwa se lo habían quitado, al menos eso dijo él. Ese no sería su caso, podrían arrancárselo, pero nunca se lo quitarían sin pelea, tampoco lo perdería, siempre alerta. A continuación salía de la cabaña con los otros, ahora ocho, a formar, ojeó alrededor, no lo vió, intentó no pensar en ello. El sol pegaba directamente en su cara por lo que sacó su gorra y se la colocó. Tenía hambre, pero había que esperar. Olía a madrugada y a humedad, el miedo no huele, ni se ve. Los golpes sí, aunque la piel sea negra, tienen un color más oscuro y especial.

Mwongo siempre me quería cambiar mi tapón por cualquier cosa, era tonto y cabezota ¿Cómo iba a cambiar mi tapón por una piedra? ¿o por una pezuña de okapi? Insistía continuamente, y me resultaba pesado, pero era un buen tipo y su padre tenía tres búfalos, un macho y dos hembras.  Algunas veces me había dado un poco de leche de la que le daban a él. Si alguna vez me hubiera ofrecido una búfala, es por lo único que le hubiera cambiado mi tapón. Él también era el encargado de ir a por agua al río y muchas veces íbamos juntos o nos encontrábamos por el camino. Vivía con su familia detrás de la colina Ukapo y para ir a por agua tenía que pasar por delante de mi casa. Soñábamos con poder ir un día  al supermercado de Komanda y ver las latas de alubias y los refrescos y las bolsas de patatas fritas. Mi padre me había dicho que en cuanto cumpliera los catorce podría alternarme con mi hermano, pero a Mwongo el suyo nunca le había dicho nada, aunque lo tenía más difícil, sus tres hermanos mayores cerraban su paso, seguramente a él no le bastaría con esperar dos años, le tendrían reservadas otras tareas. Su padre con el búfalo cargado con la leche del día anterior se dirigía casi a diario hacia el mercado de Komanda, aunque muchos días no llegaba porque la iba vendiendo por el camino. ¡Ay Komanda! con el supermercado y sus puestos de fruta y de baratijas, nos llamaba, tiraba de nosotros con una fuerza emocionada.

Aquel día, les tuvieron formados durante mucho tiempo, olía mal, sus estómagos necesitaban comida y sus intestinos soltaban gases, nada anormal. Siempre les daban un líquido oscuro con un olor muy fuerte, pero que estaba caliente, y un trozo de mandioca frita, era el gran momento previo a conducirles al claro de la selva. Por el camino, cada muy poco, tenía que pararse para quitar piedras de sus sandalias, pero rápido, corriendo a la pata coja luego, por detrás el tío del parche en el ojo iba soltando correazos, al menos hoy había sol. Llegó un tipo con una gorra de general y unas botas altas y relucientes, se colocó delante de ellos y les dijo que el futuro de la libertad estaba en sus manos y su sacrificio y que espabilaran o no verían el mañana. La sonrisa del instructor, el que se llevó a Kubwa dos días atrás, fue un signo evidente de que el gordo de las botas era alguien importante. Tenía que olvidar, nadie se había llevado a nadie, porque todo aquello, el gordo, el del parche, el instructor, los otros, el desasosiego que hacía temblar sus muslos, nada de eso existía, quizás sí el trozo de mandioca que le echaron a continuación en el plato.

Encima de la mesa había una tela, Mrembo la miraba y la acariciaba, ¿qué haces? no contestó, creo que ni siquiera me oyó, la cogió con  las dos manos, la desplegó al aire e hizo un movimiento como si calculara su peso, asintió y sonrió, aunque no abiertamente. Al echarla sobre sus hombros una corriente de aire llegó hasta mí con el aroma de mi hermana mayor, entonces miró hacia la puerta y me vio, ¿qué diablos haces ahí! A mi me interesaban otras cosas, mi mundo era mi casa, el río, el supermercado, mi tapón, Mwongo y mi familia, a la que veía siempre como algo no individualizable. No contesté, me di la vuelta y me fui, pero esa reacción de Mrembo me hizo pensar. Después, también su actitud.

Eran las primeras horas en ese mal sueño, estaba llorando, muy asustado, más que ahora, las hormigas corrían por todo su cuerpo dando de vez en cuando algún mordisco en su piel y Kubwa apareció de un empujón en el suelo, a su lado. Le abrazó tapandolo, era muy grande y gordo, y más que su tamaño y sus carnes le sorprendió su forma de llorar y de gritar. Sus lágrimas se secaron de golpe al intentar abarcarlo en un abrazo protector que nunca pudo cerrar. A partir de ese momento se apoyó en él ofreciéndole su protección y  obteniendo a cambio la fortaleza que le otorgaba esa situación. Kubwa intentaba seguirle a todas partes y él intentaba protegerlo.

Mwongo me contaba historias sobre leones que se acercaban a su casa a la caída de la tarde y cómo a menudo tenía que salir con un palo a espantarlos porque a sus hermanos mayores les daba mucho miedo. La del cocodrilo que una vez se comió el botellón de plástico que llevaba para portar el agua y cuando ya iba a por él, con la boca tan abierta que podía habérselo comido mientras corría, de repente, cogió un enorme palo del suelo y se lo colocó verticalmente entre las fauces. Era un embustero, un enfermo de la imaginación. Aguantaba porque en el fondo me divertía, pero cuando ya se repetía demasiado, o simplemente no estaba de humor, me paraba delante de él cortándole el paso, acercaba mucho mi cabeza a la suya y le miraba muy serio a los ojos y sin palabras le decía ¿te crees que soy tonto? Al cabo de unos segundos, que imagino que a Mwongo le parecerían horas, me daba la vuelta y le decía cualquier cosa, -qué buen día hace, ¿eh Mwongo?-. El efecto duraba uno o dos días, no más. Era muy insistente.

El terror le inundó, Mwongo estaría cerca, quizá se habría subido al baobab. La oscuridad no le dejaba entender con claridad lo que estaba pasando, pero no era bueno. Brutales voces con manos le sujetaban las piernas y los brazos. Terror. Un golpe le hizo dar con la cabeza en el suelo. Dolor. Y luego oscuridad, tacto de tela basta, oscuridad y golpes, ruidos, golpes, más oscuridad, oscuridad total.

Un gran dolor por todo el cuerpo, mucho miedo, no puede mover los brazos, algo aprieta sus muñecas en la espalda. Intenta moverse pero es difícil, casi imposible porque sus pies están atados también. Miedo, huele mal, es él, tiene los pantalones manchados y húmedos, miedo. ¿su padre? ¿sus hermanos? Oye voces que se acercan. Miedo. Así mucho tiempo, entre mordiscos de hormigas, llanto y ratos de inquieto sueño y pesadillas. De repente alguien empuja a un chico que cae de golpe a su lado.

¡Tai! ¡Tai! ,se despertó, la devastación de su conciencia le creaba una sensación de ahogo en el pecho, de temblor en las piernas y desasosiego en la cabeza. Tras quizás varias horas de shock había bajado del árbol y había caminado hasta su casa, al pasar por delante del establo oyó el ruido del badajo, el búfalo le había detectado. No comentó nada a su padre ni a sus hermanos, le daba vergüenza, y ahora daba un gran rodeo para ir a por agua. Tai ocupaba constantemente sus pensamientos con vergüenza y culpa.

Komanda, por fin nos decidimos. Los botellones con agua escondidos cerca del río. Posiblemente se nos haría de noche al volver, pero en ese momento daba igual. Era nuestro primer contacto con la gran libertad, esa sí lo era, no la del gordo. La libertad es algo elegido, no impuesto. ¡Si hubiéramos tenido alguna moneda...! O algo para cambiar, no mi tapón, eso nunca. ¡Cómo disfrutamos! Sobre todo en el  supermercado, lo recorrimos varias veces y en varias ocasiones. También los puestos de carne, las cabras y las gallinas. Las herramientas, los neumáticos, los botellones de plástico para llevar el agua. De vuelta se nos hizo de noche y aún teníamos que recoger los bidones con el agua. Mwongo, ¿qué vas a decir a tu padre?, vamos a llegar muy tarde. ¡El gran baobab!, ya queda menos. Tai, tengo que defecar, sigue que luego te cojo. Ruidos, gente que se acerca.

Por fin llegaron al campo de instrucción, encima de la gran mesa no estaban los cuchillos ni las barras de hierro oxidado, solo una caja negra de cartón en la que estaba escrito con letras muy grandes y blancas: NIKE. Les dijeron que se pusieran a su alrededor, Barn, el instructor del parche en el ojo se introdujo dentro del círculo dando un empujón a varios muchachos, se acercó a la mesa y abrió la caja. Todos estaban expectantes, la curiosidad podía a su miedo. Con la mano izquierda y de un potente movimiento sacó una pistola negra, que les pareció enorme, manteniéndola apuntando al cielo mientras su mirada bidimensional y sin perspectiva se plantaba en todos y cada uno de sus ojos. Su cabeza giraba hacia ambos lados con la expresión de un orangután enfadado.

¡Ahora vais a aprender a manejar esto!

Una vez les hubo enseñado la forma de quitar el seguro y montar el arma, llamó a uno de los vigilantes y les ordenó que trajeran tres pistolas más. Les dividieron en cuatro grupos y les llevaron al otro lado del claro de la selva. Tenían que salir corriendo individualmente hasta el lado opuesto del campo, donde estaba cada una de las cuatro pistolas sobre el suelo, coger una, quitar el seguro, montarla y con las piernas abierta y los dos pies bien plantados en el suelo disparar hacia la selva. Estas pistolas no estaban cargadas. Repitieron este ejercicio muchas veces hasta que el instructor les dijo que la última vez iba a ser mucho más emocionante, el último disparo iba a ser real.
Cuando le llegó el turno Tai salió corriendo y cuando llegó donde estaba la pistola, la cogió, quitó el seguro y la montó, colocó el codo contra su costado derecho y sujetó su muñeca con la otra mano, todo igual, como las otras veces. Cuando iba a disparar trastabilló perdiendo el equilibrio. El disparo se produjo y el retroceso del arma le abrió el brazo cayendo al suelo de espaldas con fuerza y en una postura muy forzada, su mano derecha ya estaba vacía y la muñeca y el codo le dolían mucho. Lloraba, estaba asustado y el tropel de gritos y golpes provenientes del hombre del parche en el ojo hicieron que perdiera el conocimiento.

El río bajaba revuelto y el agua tenía un color marrón más intenso de lo habitual, estaba decidido a pasar por casa de Tai y contar a su padre lo que sucedió. Mientras contemplaba las pisadas del suelo iba pensando en cómo decírselo y, sobre todo, reforzar su determinación para está vez no desviarse en la bifurcación de la gran encina. Y luego, ¿el padre de su amigo se lo contaría al suyo? todo se iría complicando, su vida nunca volvería a ser igual, siempre estaría marcado por su cobardía, bueno, ya todo era distinto, no hacía falta el conocimiento de los demás, su conciencia le recordaba cada minuto lo que había sucedido. Paró de nuevo a descansar y a lo lejos vio la gran encina.

Vio a Kubwa, o quizás creyó verlo. Le dolían tantas cosas… Qué pasaría si se levantaba, no quería que le golpearan más y eso que ya casi no sabía si notaría dolor. Decidió incorporarse despacio y ver donde estaba y qué había a su alrededor. Una cabaña de palos y paja, redonda, al fondo a la izquierda un montón de excrementos y, más a la izquierda... , la luz no le dejaba ver bien, pero algo le puso en alerta, se levantó todo lo rápido que pudo y se acercó. Sí, no se había equivocado, la cara hinchada y llena de sangre seca y el brazo y la pierna izquierdos en una posición encontrada e imposible. Eso era la explicación a tantos días sin verle. Se acercó a su oreja y gritó en la voz más baja que pudo su nombre. Más veces. No se movía. Salió fuera, el sol estaba bastante bajo, no vio a nadie. Entró en la cabaña de al lado, nada. Caminó con el pensamiento vacío y sin mirada durante un tiempo, sin ver a nadie. Tropezó y cayó varias veces, no sentía dolor, solo cansancio, tampoco miedo. Se encontró con una gran explanada, el campo de instrucción, alguien se había dejado una pistola sobre la mesa.

Estaba entre los arbustos quieto y muy concentrado mirando hacia el río, el botellón en el suelo. ¡Mwongo!, dió un bote y vino hacía mí deprisa, su cara estaba turbada aunque rápidamente sonrió.

- ¡Hola Tai, no te había visto!
- Hola, estabas tan quieto… ¿Qué hacías?
- Nada, ¿Vamos a por el agua?
- Vale, te has dejado el botellón, voy a recogerlo.
- No, ya voy yo, déjalo.
- No, no seas tonto, no me importa.

Me acerqué a los arbustos y al agacharme para agarrarlo del asa, la vi, desnuda, bañándose en el río, realmente producía turbación. Cogí el botellón y cuando llegué donde estaba Mwongo, vi que sus ojos miraban al suelo y estaba muy serio.

- Qué guapa es mi hermana ¿verdad?
- Sí.
- Anda vamos a coger el agua más abajo.
- ¡Vale!, y sí, que sepas que Mrembo es guapísima, cuando sea mayor le pediré que se case conmigo y se pondrá muy contenta y tú y yo seremos familia.

---------- o ----------

Llevo mucho rato aquí, pensando, recordando. Hablando a una pistola.
Me he decidido a coger el arma. Quito el seguro, la monto y está cargada.
Me tranquilizo.
Por fin.
Escucho unos gritos que se acercan y unos golpes como de machetes contra madera.
Tengo que darme prisa.
Ya.




© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2018








viernes, 18 de mayo de 2018

Otra lección



A una determinada edad y debido a esa enfermedad degenerativa (osteoporosis) que ataca a algunas mujeres haciendo que pierdan gran cantidad de masa ósea, mi madre comenzó a encogerse acompañándole en este proceso una pronunciada curvatura asimétrica en la espalda. Ese mismo aspecto físico recordaba de mi abuela Pura, su madre. La altura de su tronco se redujo al menos en veinte centímetros.

Esto sucedió durante uno de los últimos años del siglo pasado y fue un proceso extremadamente rápido, solo unos pocos meses. Mi madre tenía una edad más cercana a los ochenta que a los setenta.

Me preocupé mucho porque pensé que se iba a acomplejar e iba a mudar su carácter. Pero no sucedió. El tiempo pasó sin que le hiciera ningún comentario al respecto, cuestión de puro tacto, y ella ni se acomplejó ni hubo ningún cambio aparente en su vida. Tampoco hizo ningún comentario sobre ello, ni a mí ni a mi mujer ni a mi hijo.

Mi madre tenía muy buen tipo y gusto para vestir y arreglarse en general y también era muy presumida. Además en aquellos momentos disponía de presupuesto suficiente para ir siempre elegante y bien arreglada.

Su vida siguió igual, tanto la pública como la privada. Ahora se arreglaba adaptándose a su nueva figura, incluso con vestidos de fiesta o de ocasiones especiales. Mantuvo en público su elegancia y su seguridad en si misma con simpatía y buenos modales. Hasta su muerte. Y ahora que hace poco que ha pasado, que me acuerdo de ella todos los días, unos por unas cosas y otros por otras, a veces absurdas o con poco sentido del momento, ha venido a mi recuerdo que nunca hablamos de ello, jamás.

Otra lección de vida de mi madre, o simplemente otra lección.