viernes, 25 de octubre de 2019

El oso Fernandoso. Capítulo 1.




Erase una vez un ancho y verde valle encajado entre altas montañas por el que transcurría un río de aguas transparentes, lleno de truchas y de cangrejos y bordeado por verdes praderas adornadas con flores rojas, blancas y amarillas.

En el fondo del valle, abrazado por un bosque de abetos, había un rancho por el que pasaba el río y en el que había una bonita casa rodeada por una cuidada y protectora cerca de madera y cuyas ventanas, todas, estaban adornadas con visillos blancos y rojos, y con una chimenea que siempre expulsaba un humo ligero y blanco. La casita  estaba construida con troncos de madera, lo mismo que el establo anexo donde dormía la vaquita más feliz de este cuento y que se llamaba Fernanda.


El dueño del rancho, de la casa y también de  la vaquita se llamaba Fernando y era un joven pelirrojo y alegre que vivía de la miel de las diez colmenas, repletitas de abejas, que había en el rancho y que cuidaba con todo su cariño.

A Fernando le gustaba mucho pasear por el bosque. Coleccionaba hojas, que metía entre las páginas de los libros, y cogía frutas silvestres y setas. Mientras tanto, Fernanda mugía toda contenta por el prado esperando la vuelta de su dueño.

En el bosque también vivía un oso de color pardo muy grande, fuerte y bonachón que se llamaba Fernandoso y al que no le importaba compartir las bayas y frutos silvestres con Fernando.

Fernandoso disfrutaba escondido observando a Fernando en sus recorridos por el bosque. No sé atrevía a dejarse ver, era prudente y algo tímido. Temía a los seres humanos, su instinto se lo marcaba, pero no era solamente eso, pensaba que si aparecía podía asustar a ese humano joven de pelo rojizo que con tanto respeto paseaba entre los abetos y los arbustos.

A veces se acercaba a los límites del bosque, sin llegar nunca a  penetrar en el valle, siguiendo su curiosidad y chapoteando por el río para no dejar huellas, y observaba la casa y cómo la vaquita Fernanda no paraba de comer, sin levantar sus morros del suelo durante momentos muy largos.

Este hermoso valle tenía muchas decenas de kilómetros de largo y  acababa en una amarilla meseta que acompañaba al río antes de llegar al mar. Allí vivían manadas de animales de muchos tipos: conejos, corderos, cebras, caballos, gacelas, camellos, lobos, leones y tigres entre otros muchos.

La vida en la meseta a veces era cruel pues no todos los animales comen hierba, hojas o bayas para sobrevivir. Hay animales, que se llaman carnívoros, que necesitan alimentarse con la carne de otros animales a los que tienen que cazar. Un ejemplo son los tigres.

En la meseta vivía una manada de tigres que cazaban cebras, gacelas y corderos. Solo para alimentarse, era una ley que cumplían todos los miembros de la manada. Cuando tenían hambre se juntaban las cazadoras y los cazadores y salían en busca de una pieza para alimentar a la manada.

Todos salvo el sanguinario Kruon, que estrangulaba tantas gacelas como podía solo por mero entretenimiento. Kruon era un tigre joven que fue regañado y castigado múltiples veces por Taor, el jefe de la manada, antes de ser expulsado por cruel y reincidente. Taor se lo dejó muy claro.

-     No vuelvas Kruon, ni te acerques a menos de un kilómetro de cualquier miembro de la manada, porque si lo incumples iré a buscarte con todos los cazadores y cazadoras y acabaremos contigo sin piedad.”

La respuesta de Kruon fue abrir las fauces enseñando sus grandes colmillos y rugir desafiante a Taor, pero no se atrevió a más, se dio la vuelta, bajó la cabeza y se alejó, despacio pero sin parar. Anduvo muchos kilómetros, se hizo de noche y llegó a un ancho río en el que bebió y se bañó para aplacar su rabia.


© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2019



2017, un día de verano.




Hace un buen día de verano, estamos en Julio pero el sol no abrasa nuestra piel, ni ciega nuestros ojos, ni aplasta nuestra actividad vital hacia una oscura cueva. Todo eso ya sucedió en Junio. Está siendo un año extraño, aunque, ahora que me fijo, todos lo son, todos son distintos y en algún momento sucede algo climatológicamente exagerado. Además, los medios de comunicación lo exageran más,  tienen que rellenar papel o minutos y lo hacen de la forma más sencilla para ellos, la más vaga, sin sentarse un tiempo a pensar, a meditar o a investigar, haciendo el menor esfuerzo físico y mental. Si hace calor (mucho calor) en Junio, pues se dedican a gastar muchos minutos en ello. Entrevistas, reportajes actuales e históricos, debates con participación de pseudo-expertos, exposición de toda clase de criterios que apuntan a la teoría del Calentamiento Global, etc... Con la cantidad de cosas que hay sobre las que informar, que denunciar... En fin...

Pero mi climatología particular, la íntima, anda en estado de vigilia, de guerra, de resistencia. Luchando contra las ondulaciones bajas de la sinusoidal de la vida, en estado de «aguantar», sin saber lo que va a pasar mañana pero sabiendo que existe una probabilidad alta de que no sea bueno, de que sea irreversiblemente malo, o no. 

El único consuelo es la tranquilidad de ánimo y de conciencia. De que estás intentándolo, haciendo lo que puedes, esforzándote física, mental y emotivamente.

Ya no sé si deseo que llegue mañana o no, aunque da igual, porque llegará.  Pero expresa mi  estado de ánimo. Por otro lado creo que en el fondo, aunque intente animarme, no tengo esperanza de que suceda algo positivo,  aunque lo deseo fervientemente. En fin, todo esto es muy complicado y por tanto confuso.





© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2017

La entrada




Mira, allí está, ¿la ves? la entrada por la que volvíamos mi hermano y yo a casa, llevábamos más de treinta cabras. Estábamos cansados de todo el día caminando al sol o al frío. Y también hambrientos, pero era verla y ya estábamos bien. Pasábamos por debajo de ese gran arco de piedra, no sé si alcanzas a verlo, los del pueblo lo llamaban "la arcada", desde aquí no se ve bien, pero es de piedra gris, muy rara por aquí, según dicen la construyeron los romanos. Pronto llegaríamos a casa donde nos esperaba comida y descanso. Y lo más importante, nuestra madre. Ya ves, ahora pienso que éramos felices. ¡Mira!, ahí a la izquierda, ¿ves un grupo de construcciones de adobe? Pues detrás de ellas está mi casa. Desde la arcada no se tarda nada. Mañana te la enseñaré.

El sol aún no era visible, pero un enorme resplandor entraba e iluminaba el valle desde detrás de las lejanas montañas. Enfrente el pueblo. En el centro, el minarete, ahora callado, se mantenía impolutamente blanco, como si no hubiera pasado nada. Se veía una gran humareda por el flanco derecho, que formaba una espesa nube negra que el viento alejaba dejando todo el cielo manchado. Por allí estaban la escuela y la herrería, Allí era donde se habían hecho fuertes los derrotados. Se oía el graznar de unos cuervos y nada más.

Espero que no quede ninguno. Que los que hayan podido se hayan ido y los que queden, o estén muertos o no puedan combatir.  Ya verás, como esa inmensa y fétida nube negra nos quemará las gargantas pronto. Entraremos por donde sale la humareda, no te quepa duda. Qué silencio, ¿quedará alguien? Noto frío, hace unas horas era más intenso, ahora esta pócima me calienta las manos y las tripas. Pero tranquilo, que dentro de muy poco podremos dormir, aunque muy probablemente la tensión no lo permita, pero cerraré los ojos y nuestros cuerpos descansarán, ya verás como sí. Seguro que el sargento nos dice que está vacío, que no queda nadie. Ojala. Si es verdad todo irá bien, y si no, un día más. No hay que pensar en nada solo ir decididamente y entrar, con el fusil por delante, el dedo en el gatillo y mirando hacia todos los lados. Está noche he oído muchos gritos, terribles, de mucha gente, a pesar del ruido de las explosiones, ¿tu no? Luego han cesado las explosiones y el eco de las voces, de los gritos, se mezclaba con ruido de camiones. ¿Crees que habrá quedado alguno?

Adar sentía miedo, la conversación con su compañero era pura evasión, había que intentar no quedarse solo, nunca, podía ser la puerta de entrada a la depresión. La incertidumbre siempre hacía derivar los pensamientos hacia el porvenir más oscuro imaginable.  Y sentía esa incertidumbre que siempre había estado ligada a la historia de su pueblo, en todo momento dominado por otros, siempre viviendo en la inestabilidad. Su familia vivía allí desde tiempos remotos, nunca fue fácil para ellos, primero los turcos, los ingleses echaron a los turcos, después llegaron los franceses y finalmente los chiíes del sur, que llamaron a su nueva nación Siria. Tenía familia al norte, en Turquía, y aunque no los conocía sabía de su existencia por su padre que una vez le había enseñado una fotografía de sus dos hermanos rodeados de sus familias. En fin. Lo había conseguido, estaba allí y tenía esperanza de que una vez llegara a su casa conseguiría alguna pista para poder encontrar a su madre y sus hermanos. Un negro pensamiento pasó por su mente, lo desechó rápidamente. Estado Islámico había llegado al pueblo hacía más de siete meses y la única esperanza de que su familia estuviera bien es que hubieran huido rápido. En cuanto se enteró se unió a la milicia. No fue fácil.

¡Ejder! ¡Corre! ¡Ven! -Una columna de carros con la bandera de Estados Unidos se acercaba hacia la base de la columna de humo.- ¿Los ves? Si ellos llegan antes y toman el pueblo será más fácil para nosotros. 

Pronto sonaron disparos y algunos gritos, luego el silencio solo alterado por voces en un idioma extraño, el resto del día nada. Podía esperar a que su unidad avanzara hacia el pueblo o acercarse él solo por su cuenta. Sentía ansiedad por llegar a casa, por entrar al pueblo. Los americanos ya estaban allí, seguro que lo habían tomado y acabado con toda resistencia, no debería haber ningún peligro. El día pasó lento pero tranquilo, su unidad no se movió de donde estaba, pero no consiguió dormir.

Ejder, me voy, no espero más. Voy a entrar por la arcada, de allí a mi casa no hay más de doscientos metros. Sí, sé que piensas que es peligroso, pero no, me identifica mi guerrera kurda. Voy a ir desarmado, de nada me va a servir el fusil contra nuestros aliados. Me voy, te espero allí.

Al sol solo le quedaban cinco centímetros por encima del horizonte, el rojo dorado predominaba abajo, en la tierra, arriba el cielo era azul oscuro con deshilachados girones negros y rojos. Adar avanzaba a ritmo lento pero con largas zancadas hacia la entrada, con los brazos extendidos, en cruz, las manos completamente abiertas, enseñando las palmas. A pesar de la poca luz del anochecer, aún se divisaba la arcada. Unas voces gritaban desde lo alto de una casa a la derecha. No entendía que querían decirle. Aminoró su marcha y les gritó "Soy Adar, soy kurdo y solo quiero ir a la casa de mis padres". Las voces cada vez gritaban más. Adar sonrió y volvió a gritarles lo mismo. Estaba debajo del arco de entrada a su pueblo. De repente oyó un silbido de bala. 

Abrió los ojos y con esfuerzo comprendió que eso que veía era la oscuridad del cielo estrellado. Y había algo más, era como un puente curvo de piedras grises que atravesaba el cielo de lado a lado. 

Y allí, en la entrada, bajo la arcada, chilló. Pero no de dolor, sino de desesperación.



© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2019