lunes, 30 de marzo de 2020

Así mismo soledad.






- Pásamela, venga pasa, ¡que no es solo tuya!

El chaval que corría por la orilla pegó un puntapié a la pelota hinchable para pasársela a su amigo. Pero fue Julián el que recibió el liviano peso sobre su cara.

- Perdone señor -gritó el segundo chico mientras recogía la pelota y salía corriendo-.

Julián aún no era consciente de dónde estaba ni qué había pasado. La sombra agresiva del sol del caribe, aún filtrado por la sombrilla, hacía que sus ojos no pudieran abrirse del todo y un reguero de saliva iba de la comisura de sus labios hacia su cuello. Separó su lengua del paladar repetidamente mientras levantaba el tronco apoyándose en los codos.

Al cabo de unos instantes se dio cuenta de que se había quedado dormido. Comenzó a desperezarse estirando brazos y piernas. Era su tercer día de vacaciones y los dos mojitos y los nachos con guacamole del aperitivo habían hecho bien su trabajo. Miró el reloj, eran las cinco y cuarenta y dos, y decidió que aún permanecería en la playa un rato, pero sería bueno que fuera pensando en qué hacer luego. Las tardes eran muy largas y las noches aún más.

Sus pensamientos le llevaron muy lejos, pero los rechazó, unas vacaciones eran para divertirse y ahora podía hacer lo que quisiera. Recordó la primera noche cuando cenó con una single como él. En recepción hicieron el arreglo. Se encontraron en el restaurante japonés. Morena, pelo corto, guapa, entre 40 y 50, como él. Al principio la situación fue un poco embarazosa. Ella llegó cuando él estaba ya con el segundo margarita. Se levantó y mientras miraba sus oscuros ojos verdes intentó plantificarla dos besos carrillo contra carrillo, pero ella hizo un escorzo apartandose.

- Perdoná en mi país solo es uno. No estoy habituada. -Se excusó ella con una sonrisa apagada.-

Tras las presentaciones, se sentaron uno frente al otro y después de un brindis inicial y mientras inspeccionaban la carta para pedir la comanda, comenzaron a hablar sobre Buenos Aires, de donde era Adriana. Julián disimulaba porque su mirada tendía a ir directa y continuamente a los pechos que ella mostraba ampliamente. Notó que se dio cuenta y ya no supo dónde mirar, pero pronto llegó el primer plato y pudo centrarse en la comida.

Después de la cena, en la playa, y con tres daiquiris encima, ella comenzó a contarle porqué estaba sola allí y entonces Julián deseó fervientemente que todo acabara pronto para irse a dormir. A las dos y media, en la puerta de la habitación, Adriana se empeñó en que pasara a tomar la última aduciendo que algo habría en el minibar.

Julián amaneció en el sofá de la habitación, solo recordaba el inicio de la repetición tercera del drama de Adriana: su mejor amiga Virginia y su esposo Lautaro. ¡Qué cabrón! Pensó. Se asomó al dormitorio y al verla durmiendo vestida sobre la cama, se fue rápida y sigilosamente a desayunar.

Nunca más, pensó mientras se dirigía a su habitación. Al día siguiente cenaría en el buffet, se pondría ciego a guacamole, y luego... ¿Y luego qué? Bueno, pues ya lo pensaría. Volvió de sus recuerdos y vio que ya quedaba poca gente en la playa. Decidió que iría a Puerto del Carmen, a seguir haciendo lo que le apeteciera. 

Si estuviera en su casa de Oliva se acercaría a Gandía a cenar y luego daría un paseo por la playa hasta que... bueno eso ya había pasado, además ya no estaba claro que su casa de Oliva fuera suya. Se levantó, cogió su bolsa y se fue hacia la habitación.

Ya duchado y vestido de calle se fue a recepción y pidió un taxi. Una vez en la ciudad, Julián se recorrió la calle de arriba a abajo y luego de abajo a arriba. Así tres veces. Y ya cuando notó sus pies soliviantados, decidió ir a seguir divirtiéndose al resort. Al llegar vio a Adriana en el bar tropical con un tipo pelirrojo con cara de pánico. 

Al abrir la puerta de su habitación vio la enorme y solitaria cama, se acercó a la maleta abierta, cogió la novela que estaba leyendo y se tumbó. Antes de abrir el libro miro al techo y suspiró: para él era aún demasiado pronto para explotar su libertad, tenía que dar tiempo al tiempo. Aunque intentaba leer, sus pensamientos se iban al Mediterráneo. Aún le quedaban cuatro días de vacaciones, tenía que mantener la calma.



© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2020


2020.02




sábado, 28 de marzo de 2020

¡Mágico!


Dedicado a Raquel con todo mi cariño en su cumpleaños muy especial (14/06/2021)



Era una casa no muy grande ni demasiado antigua, al menos de aspecto, el tejado era negro, de pizarra, y caía a dos aguas, ambas en nuestro jardín, el revestimiento exterior era tirolés blanco. La construyó un tío de mi abuelo allá por 1920, cuando todo esto era campo, y había sufrido un montón de reformas desde entonces.

¡Cómo me gustaban las fresas! Mi mamá las preparaba muy bien, cortadas en cuatro trozos, un poquito de azúcar y muy fresquitas. Me las ponía por las mañanas, para desayunar, antes de ir al colegio, mientras mi papá comentaba con ella las cosas que les ocuparía el día. Sí, desayunábamos juntos en esa gran cocina que comunicaba directamente con el jardín trasero en el que mi madre cuidaba un pequeño huerto. Ambos trabajaban mucho, mi padre vendía ordenadores muy grandes y muy potentes y mi madre estaba multiempleada aunque algunas de sus ocupaciones no reportaban nada a la economía familiar, al menos directamente. Era muy conocida en el barrio, promovía iniciativas ciudadanas, gestionaba ayudas a los necesitados, daba conferencias sobre los aspectos asociativos vecinales, escribía artículos para el boletín de Ciudad Lineal y colaboraciones esporádicas para el Diario de la Tarde de Madrid, la mayoría sobre aspectos de la vida social en nuestro barrio, por esto último le pagaban algún dinero. Y ahí no acababa la cosa, no paraba, siempre estaba muy ocupada. Pero su actividad principal, la que más le gustaba, era escribir. A los cincuenta y pocos publicó una novela que tuvo relativo éxito y tres años más tarde otra con la que finalizó su carrera literaria pública.

Después de desayunar, mi papá y yo salíamos hacia el colegio mientras mi madre subía las escaleras y se ponía a escribir. Noe seguro que seguiría con sus recuerdos, era la segunda cosa que más le gustaba. Bibi nos recogía todos los días a las tres y me llevaba a casa, yo normalmente era la tercera, por lo que no llegaba hasta por lo menos las tres y media. Nada más pasar la gran puerta metálica que daba a la calle había un pasillo muy ancho y bastante largo en el que mi padre dejaba el coche y al que daba la ventana de mi cuarto, que estaba en la planta baja. Un poco más adelante se abría el jardín a la vez que se estrechaba la casa hacia la izquierda. En esa parte, que era como un pegote de una sola planta, estaba la cocina a la que se entraba por la puerta más utilizada de la casa.

Abrí la puerta, no había nadie y mi madre tampoco estaba en la habitación del fondo, porque de estarlo se oiría la televisión, a mi madre le gustaba ver la tele mientras planchaba y en ese cuarto a esa hora de la tarde solo se planchaba. Me acerqué al mueble de la izquierda, abrí la puerta y cogí un montón de galletas de la caja. La cocina comunicaba con el pasillo, y una vez en él abrí la puerta de la derecha. Nada, en el comedor solo había una bolsa de la compra encima de la mesa, me acerqué y vi que había naranjas dentro. Era un salón muy grande y bonito, en forma de ele con unos grandes ventanales por los que entraba mucha luz y brisa en verano. Muebles clásicos de madera maciza en la parte del comedor y varias librerías y dos cómodos sofás tapizados con motivos florales en colores vivos frente a la chimenea que en invierno usábamos bastante. Salí de nuevo al pasillo por la puerta del salón y fui directamente a mi cuarto para dejar mi cartera de cuero con los cuadernos del cole. No había nadie, tampoco se oía ningún ruido. Así que abrí la puerta del cuarto trastero que había al lado de mi habitación para charlar un rato con Noe, me gustaba, me hacía compañía y me tranquilizaba. Además me divertían mucho sus historias, las que más las de cuando las tropas francesas invadieron Madrid y se comportó como un auténtico héroe. Decía que seguramente era lo que más me gustaba porque era lo más real, lo que verdaderamente había vivido, que aunque también conocía historias muy interesantes de muchos otros asuntos, en realidad se trataba de cosas que había visto como se ve una película, o mejor, una obra de teatro, sin haber participado en ellas, él no podía participar ya en nada, y claro, no era lo mismo porque no podía poner el mismo entusiasmo al contarlo.

No había nadie en el cuarto, ni rastro de Noe. Me pareció extraño, solo me quedaba investigar por la planta de arriba donde estaba el dormitorio de mis padres. Allí mismo, frente a mi habitación estaba la escalera, que ascendía en dos tramos. El dormitorio era enorme, junto con el cuarto de baño ocupaba las tres cuartas partes de la planta de la casa. La cama en medio pegando a la pared, a la derecha la zona de mamá con una gran mesa de madera y dos sillas y una butaca, para escribir y sus negocios como decía ella, a la izquierda la de papá con una tele, una gran butaca de imitación a cuero y lo más importante: una bicicleta estática semiprofesional que, según él, utilizaba todas las mañanas. Pues allí, allí estaba Noe… y también mi madre. Se había quedado dormida sobre la cama, pobre, no paraba, y Noe estaba tumbado junto a ella mirándola embelesado. Porque Noe decía que mamá era la mujer más guapa que había conocido y que prefería no verla mucho porque se ponía triste de su condición, en aquellos momentos me dejaba descolocada porque no sabía a qué se refería con "su condición", y que si no fuera por eso ya se podía ir preparando mi padre, porque se la quitaba. Me acerqué a ellos y me puse a charlar con Noe, le dije que era un ridículo y que si no quería coincidir con mi madre esa no era la mejor forma. Me decía que se conformaría con poder tocar su cabello u oler su piel. En esos momentos, cuando se ponía así, me daba pena, como cuando me veía comer fresas maduras, o beber un vaso de leche u oler una rosa del jardín. Pero entonces, se incorporó de golpe en la cama y me dijo "fuera penas", que no podía quejarse, que me tenía a mí y podía hablar conmigo y ver los atardeceres y escuchar la maravillosa música que algunas veces ponía mi padre y escuchar la voz de mi madre... y justo, en ese momento se volvió a poner triste, debía estar muy enamorado. Ese día, mientras ella dormía, me contó una de las cosas más impactantes que haya oído nunca: cómo fue su muerte. Le fusilaron los franceses después de caer prisionero en una emboscada. Unos soldados le reconocieron como el culpable de la explosión del polvorín central, que les dejó sin municiones más de medio día. Le fusilaron en la zona de Moncloa, y muchos años después se reconoció a sí mismo en un cuadro del Museo del Prado, con una camisa blanca y alzando los brazos delante del pelotón de fusilamiento. El pintor le sacó muy poco favorecido, pero le hacía ilusión haber pasado a la historia.  Me quedaba embobada escuchando sus historias, siempre ha sido así. Nunca me lo había planteado hasta ese momento: pero si le mataron hace tanto tiempo… ¿Porqué seguía allí, en casa, conmigo? ¿No tendría que estar en el lugar donde reposan las personas que han muerto? Pero justamente cuando se lo iba a preguntar, se despertó mi madre. Me dio un beso mientras se desperezaba y me acariciaba el pelo. Noe me gesticulaba dándome a entender la envidia que le daba, le ignoré, y cuando volví mi vista de nuevo hacia él vi como se estaba diluyendo en el suelo. Mamá me dijo "¡vamos Laura!", me cogió de la mano, bajamos a la cocina cantando y bailando una canción de Mecano y nos pusimos a hacer rosquillas según la receta que me habían dado en el colegio.

Unos días más tarde, cuando me acordé, le volví a preguntar y Noe me lo contó todo de la forma más sencilla que se podía. Imagino la cara que debí poner pues no entendía, me resultó muy complejo, tan solo tenía ocho años. Realmente tenía muy difícil su salida del mundo de los vivos.

Son recuerdos bonitos de mi niñez que ahora que vivo sola me gusta rememorar en mis momentos de sosiego junto a él, mi gran amigo, ¿Verdad Noe?



© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2019

2019.12









              

viernes, 27 de marzo de 2020

Mi día de fiesta






Me gusta salir de casa para vivir. Cojo mi bolsa y bajo las escaleras. En el último tramo evito el tropezón. Es sábado mañana y la calle está llena de gente. Cuando aún no he llegado a la esquina de la cervecería se pone a llover. ¡Vaya! Ya sé, es necesario, pero lo odio. Carlos está metiendo barriles de cerveza de trigo. Nos saludamos. Nos caímos bien desde el primer día. Sigo caminando hacia el metro. La señora que pide en la puerta del supermercado se echa hacia atrás, a mi paso, nunca me había pasado. ¿Será para protegerse de la lluvia? Quizás, bueno me olvido, será cualquier cosa. Ya en la rotonda uno de los conejos que viven en la zona ajardinada central me levanta la pata saludándome, es el blanco, pero hoy no lleva el reloj, será porque es sábado. Cuando llego a la esquina del centro comercial diluvia. Entonces es cuando me doy cuenta: mi vida, hoy, se va chafando de esquina en esquina. Bajo las escaleras del metro deseando que no esté inundado. Mientras, el agua moja mis tobillos. Me alegro porque me gusta bucear en el metro, qué contradictorio. También me gusta lo inesperado y lo inverosímil. Ya en el vagón noto que el agua está un poco más sucia, cierro completamente la nariz y saco el móvil para mimetizarme con todos los pulpos y sirenas que van conmigo. Voy contento porque pronto estaré en el mar. Allí nos veremos amigos.



© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2020



Febrero 2020








jueves, 26 de marzo de 2020

Bares de Vicalvaro



(Actualizado a febrero 2020)



El tiempo hace que las cosas cambien y esto es lo que ha sucedido con los bares de Vicalvaro, al igual que con otras muchísimas cosas en el mundo. Unos por la mala gestión de los dueños, otros porque el dueño se jubiló y otros por cambio de propietario, el caso es que algunos se han caído de esta lista.

Estos y solo estos son hoy en día mis bares favoritos de Vicálvaro. 

No incluyo Valdebernardo donde hay dos o tres que incluiré en otra entrada de este blog.

Bar La Plaza


Plaza de Don Antonio de Andrés, 14

Mi bar de referencia para aperitivo y media tarde. 
Las cañas mejor tiradas de Vicálvaro, sin ningún genero de dudas, acompañadas de un más que correcto pincho. Las cañas siguen a 1,30€.
Los sábados, domingos y festivos a la hora del aperitivo tiene un ambiente bullicioso y alegre.
Hay unas pocas mesas altas afuera, al lado de la puerta, donde disfrutar del sol y del ambiente de la plaza, también para el cigarrito de los fumadores.
La terraza en verano es agradable por la tarde, cuando ya no da el sol.
Los aseos están razonablemente bien.

Cervecería Alquitara


Calle Villacarlos, 16

Cervezas de todo el mundo y un amplio repertorio de cervezas artesanales.Muy buen ambiente de gente cervecera.
Variedad de platos para comer acompañando a la cerveza, entre los que quiero destacar las hamburguesas (muy buenas) y los platos de salchichas variadas. Buen precio en la comida, las cervezas de este tipo son caras en todos los sitios, no es la típica caña, que no tienen.
La terraza es muy agradable y cuando hace buen tiempo tiende a estar llena cualquier día de la semana a partir de la 20:30. Se puede reservar.
Carlos, el dueño, además de saber mucho de cerveza, vive para su negocio, en caso de dudas dejaos aconsejar por él. Siempre hay varios grifos de cerveza de los que al menos uno suele ser de cerveza artesanal La Vicalvarada. 
No suele haber pincho que acompañe a la cerveza, salvo en ocasiones excepcionales como la feria de la tapa de Vicálvaro, aunque siempre te pone un bol de snacks.
El coste mínimo de una cerveza, la rubia más normal de barril, 33cl, puede ser unos 3,00€.
En la época del Oktoberfest de Munich, Carlos trae barriles de cerveza especial de distintas marcas, os aconsejo que probéis de todos los barriles. Es un sitio ideal para ir a celebrar el Oktoberfest. Además en esa época tiene menús especiales con codillo cocido o asado y más platos típicos bávaros.
Los aseos son muy mejorables.

Churrería Bernis


Plaza Don Antonio de Andrés, 4.

La alegría de Vicálvaro y la mejor terraza, es un sitio a tener muy en cuenta por muchos motivos, empezando por la amabilidad de los dueños.
Sí, es una churrería donde desayunar maravillosamente, y no solo porras. O donde merendar chocolate con churros.
Tiene una gran terraza para el verano y la primavera, para cuando hace buen tiempo. Puedes tomar en ella botellines o cañas, no te obligan a pedir doble de cerveza o tercios. Siempre te ponen más de un plato de aperitivo. Ojo si pedís raciones porque son muy muy grandes.
Y luego, cuando hay cualquier tipo de fiesta (fiestas de Vicálvaro, carnavales, nochevieja, etc…), es el sitio de referencia donde ir: música, alegría y gran ambiente. 
Son gente encantadora y muy amable.
Sería una injusticia enorme no decir que hacen de las mejores porras que he tomado nunca.
Precios razonables.
Los aseos están razonablemente bien.


Bar Carrillo



Calle Lago Van, 5

Un local que mantiene sus virtudes a lo largo del tiempo,  a la vez que innova en las cosas que a mí particularmente me gustan, los vinos. 
Desgraciadamente cuando vas a un bar en Madrid y pides una copa de vino te ponen un “rioja” o un “ribera“ si quieres un tinto y un “rueda” si es blanco. Todos de la peor calidad y con el peor trato posible (probablemente abierto hace 15 horas y mal cerrado o caliente si es blanco). 
Aquí no, en Carrillo hay variedad y calidad (dentro de los precios que ofrecen, claro). Los vinos los mantienen en un mueble especial, a la temperatura adecuada y bien cerrados.
Por lo demás te ponen siempre un buen pincho y además de bocadillos y montados tienen raciones bien cocinadas entre las que me gustaría destacar los callos, la oreja guisada, la tortilla de patata y el magro en salsa de tomate.   
Buenos precios y mucha amabilidad.
Los aseos están muy bien, lástima que algunos de los que los utilizan, algunas veces, no lo hacen con el cuidado debido.








miércoles, 25 de marzo de 2020

El primer contacto


Ahí estaba la pelota, inmóvil, pegada al suelo mientras la miraba muy serio, con unos ojos que se me salían de la cara. Luego mi mirada fue de la mesa al suelo y otra vez a la mesa y otra vez al suelo, perplejo, no entendía, estaba hecho un lío, ¿cómo podía ser?

Hacía solo unos instantes había conseguido ponerme de pié, yo solo, y en mi triunfante equilibrio había caminado dos pasos, alargado la mano sobre la superficie de la mesa y cogido la pelota roja de goma que me había regalado mi tío Jorge. Aunque era pequeña me costó prensarla con una sola mano, pero lo conseguí. Todos los días me encontraba con nuevos retos. Después la rodeé con las dos manos mirándola y palpándola, en realidad la sobé un poquito, me gustaba su tacto. Finalmente volví a agarrarla solo con la mano derecha y abrí los dedos: la pelota cayó e hizo ruido y botó un poco y yo salí titubeante detrás de ella. Qué emoción, qué alegría, eso debía ser jugar. Y me encantó. Hasta ese momento fue un día muy feliz.

Cuando la pelota paró me acerqué a ella y dejé caer mi culo para sentarme y cogerla y seguir jugando. Me alegré mucho de llevar pañales porque amortiguaban el golpe. Volví a cogerla con la misma mano, con la palma hacia arriba, y de nuevo abrí los dedos, pero nada, la pelota no se movía, seguía sobre mi mano sobre el suelo ¿porqué no subía? Lo repetí una y otra vez, probé también con la otra mano, siempre lo mismo, era muy frustrante.

Así que me cansé y la dejé en el suelo.

¿Ahora entendéis mi perplejidad?

Y si subía, ¿donde iría? ¿al techo? ¿otra vez sobre la mesa? Sí, seguro que era eso, volvería a su sitio, sobre la mesa, me gustaba pensar que fuera así, de esa forma cada cosa tendría su sitio donde volver y eso quería decir que también yo, cuando me perdiera, volvería siempre a mi casa. Ese era un asunto que me preocupaba mucho: perderme y no ver más a mi mamá.

Y entonces me propuse investigar, era un reto importante. Pensé en subir al techo y volver a realizar mi experimento, pero justo en ese momento me di cuenta de un verdadero problema, la mesa. Para que todo estuviera igual y poder repetir todo en las mismas condiciones, tenía que conseguir que la mesa estuviera en el techo, aunque me temía que iba a suceder lo mismo que con la pelota, pero tenía que intentarlo. Me volví a poner de pie tras cuatro intentos en los que el culo se me iba hacia atrás, pero como era muy insistente lo conseguí, me acerqué a la mesa y sujeté una de las patas con las dos manos y a continuación las abrí. Nada la mesa no subía, no se movía.

Jolín, las cosas caían hacia abajo pero no hacia arriba ¿por qué?

Volví a repasar todo. A ver: me pongo de pie, cojo la pelota de la mesa, la sujeto con la mano derecha, abro la mano y la pelota cae al suelo. Una vez la pelota en el suelo, la cojo con la misma mano, la abro y la pelota no se mueve, no cae al techo,  y mira que espero, pero nada.

Decidí parar un rato, sentarme y pensar, porque los niños hay veces que estamos tranquilos sin hacer nada mirando al techo y los mayores piensan que estamos haciendo caca, pero no siempre es así. Entonces volví a echar el culo hacía atrás y caí sentado y me di cuenta de lo fácil que me resultaba sentarme y lo mucho que me costaba ponerme de pie… ¡eso era importante! Así que seguí pensando en ello.

Estuve experimentando durante largo tiempo, mis papás decían que desde que había descubierto la pelota no hacía nada más que jugar con ella. 

Y nunca se me olvidará: al día siguiente, después de muchos experimentos con la pelota y también algunos con mi culo, con vasos de agua, ahí mi madre se enfadó mucho, con mi chupete y con cualquier cosa que caía en mis manos, saqué una maravillosa conclusión para el resto de mi vida. Bueno, dos.



© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2018


                                                                                                                               
                                                                                                                               Abril 2018











martes, 24 de marzo de 2020

El ambivalente.





“Ramón tenía una obsesión, quería vivir en un cajón como si fuera un ratón.” Alvarito Grillo.


Había amanecido nublado pero justo en ese momento había comenzado a llover y lo hacía con fuerza, se oía el salpicar del agua al paso de los neumáticos de los automóviles. Ramón encendió la luz para poder ver en el espejo cómo se anudaba la corbata, estaba deseando que llegara la hora. Había quedado junto al embarcadero del estanque de El Retiro con ella, deseaba remar a su lado y quizás, porqué no, esperar que surgiera la posibilidad de empujarla al agua y salir nadando a salvarla o quizá mejor, ahogarla empujando su cabeza hacia abajo hasta matarla.

Dejó de anudarse la corbata arrancándola de su cuello con desesperación, no quería hacer daño a Berta, no quería ni pensar en ello, no quería verla. Se quitó la camisa, se puso el pijama y se tendió en la cama a leer la última edición del diccionario de la RAE. Al cabo de dos minutos se sintió incómodo por el peso del libro y se levantó.

Había dejado de llover. Hacía calor y el sol entraba por la gran ventana del salón. Se sentó en  el sofá y la imagen de Berta con su dulce cara, su pequeño pero firme pecho, sus escuetas caderas y su cardado y fosco pelo le recordó la cita. La amaba, no podía soportar las horas que permanecía alejado de su lado.

Hacía dos meses su amigo Pablo había celebrado con una enorme fiesta su cuarenta cumpleaños. Ramón había llegado tarde por culpa del regalo, no era fácil llevar un ternero de doscientos kilos por las calles de Madrid, en su coche no cabía, así que tuvo que presentarse en la oficina de correos a recoger en persona el animal para llevarlo de la mano hasta la casa de uno de sus mejores amigos. Habría una distancia de unos tres kilómetros más o menos. El problema surgió cuando al llegar a la oficina de correos le dijeron que la entrega estaba retrasada porque el animal estaba sucio y tenían que lavarlo. Ramón puso cara de enfado, pero en el fondo se alegró, estaba contento porque no le gustaba llegar puntual a ninguna cita, a pesar de que la puntualidad era un rasgo que todo el mundo admiraba mucho en él. Cuando a las once de la noche llego a la fiesta, Pablo en persona le abrió la puerta y al ver el regalo se puso a dar saltos de alegría y a abrazarle. Ramón se imaginaba algo así y rápidamente comenzó a clavarle sigilosamente unas agujas en los brazos ante lo que su amigo reaccionó de la forma esperada, le soltó rápidamente. No soportaba el contacto físico sostenido con ninguna persona a la que apreciaba.

En la fiesta había de todo, comida, bebida, música en directo, música enlatada, faquires, domadores de elefantes, nadadores de competición, actrices porno, pastores de llamas de Perú, locos de atar, prestidigitadores y allí, en el fondo de la sala, iluminada por una luz suave de color naranja estaba ella, había comenzado a leer las manos de Pablo cuando les interrumpió su llamada a la puerta. Pablo le condujo a su lado y se la presento. Me llamo Berta, dijo. Yo Ramón y este es mi número de teléfono. No volvieron a hablar en toda la fiesta, pero bailaron mucho y rozaron sus narices en cinco ocasiones. Fueron momentos de enorme emoción para Ramón que se repetirían en su memoria constantemente cada uno de los días siguientes, sobre todo en el amanecer y en el anochecer.

Esa noche llegó a casa bastante cargado, había bebido más de lo que en él era habitual y se sentía mareado, así que cayó en la cama y se quedó dormido profundamente.

La imagen de Berta no se iba de su cabeza, se sucedían los días y no sabía nada de ella. Llegó a obsesionarse de tal forma que se compró varios libros de quiromancia. Leerlos serenaba su espíritu.

Una tarde de finales de abril, mientras Ramón estaba en su casa anotando una transacción contable de doscientos cincuenta mil euros correspondiente a la venta de un rebaño de renos en Alaska, sonó el teléfono, era Berta. Le comentó que se había acordado mucho de él, pero que debido a la gran cantidad de trabajo que había tenido no había podido llamarle antes. Al principio se hizo el loco, como si no se acordara de ella, hasta que en un momento determinado dijo “Ah, ya caigo, tu eres la chica con la que rocé la punta de mi nariz 5 veces en la fiesta de Pablo”. A partir de ese momento estuvieron hablando durante una hora y cuarto de banalidades. Tuvieron que terminar la conversación porque el padre de ella necesitaba hablar por teléfono y no había otro en la casa. Pero antes tomaron la determinación de quedar en el parque de El Retiro el próximo trece de mayo a las ocho de la tarde.

No podía perder esa oportunidad. Dio un salto y se levantó del sofá, tenía que darse prisa, ya eran las seis y media de la tarde, tenía el tiempo justo. Se puso el traje gris marengo con una camisa blanca y la corbata rosa, se había estado fijando mucho en los políticos que esos días estaban en campaña y determinó que los de derecha eran los más elegantes, por un momento pensó que quizás no sería lo más adecuado para un paseo en barca por el estanque de El Retiro, pero fue una minucia que no duró en su pensamiento más de quince minutos porque cuando ya solo le faltaban los calcetines y los zapatos le surgió una cosa que desvió su atención hacia algo mucho más importante que su atuendo.
¿Dónde tenía unos calcetines negros? Dios mío, el tiempo pasaba y él sin calcetines.

Frente a los pies de su cama había una antigua y ancha cómoda de cinco cajones, se acercó para coger un par de calcetines negros que había en el primer cajón, tuvo que rebuscar un poco, pero allí al fondo divisó el par negro, lo agarró con la mano derecha y tiró de él, pero no salían, algo les impedía salir. Acercó la cabeza para mirar y no veía nada que impidiera que los calcetines salieran, pero el caso es que no podía. Empezó a meter la mano para ver si con el tacto conseguía tocar algo que produjera el atasco. En ese momento oyó voces que salían del cajón y vio unos extraños resplandores de color naranja. Metió la mano y el brazo entero y no conseguía llegar al fondo, las voces sonaban cada vez más fuerte y los destellos brillaban intermitentemente con una cadencia constante. Alargó el brazo metiendo el hombro y poco a poco fue introduciendo la cabeza, luego el tronco y finalmente notó que sus piernas se quedaban colgando del vacío, pero en el ultimo tirón se vio completamente dentro de la oscuridad del cajón.

¡Qué había hecho!

 Y ahora ¿Cómo saldría de allí? Cómo se pondría los calcetines que ahora le arropaban a modo de edredón enorme. Comenzó a angustiarse a respirar de forma acelerada. No iba a llegar a tiempo a su ansiada cita.

Cayó hacia el fondo debido a la pendiente del cajón y se dio cuenta de que las voces salían de un magnetófono a casete que estaba encendido y que emitía voces. Los destellos provenían del led de encendido del aparato. La voz era suave y repetía insinuante y repetidamente “rózame con la nariz, por favor, rózame con tu nariz”. Aumentaba su angustia, le resultaba difícil respirar y en la oscuridad y sin intención de hacerlo, introdujo su dedo índice en el agujero de los auriculares.

En ese momento sonó una enorme explosión y vio como se elevaba y como su cuerpo crecía de una forma tan rápida que cuando de repente miró al suelo vio que un pie lo tenía al lado del Monasterio del Escorial y el otro al lado del Palacio de Aranjuez. Se sintió bien, se sintió fuerte, aunque totalmente apesadumbrado por no haber podido asistir a su cita con Berta. Lloró amargamente dándose cuenta que los gigantes también sufren y viendo cómo su lagrimas estaban inundando los pueblos de la periferia y también el centro de Madrid.

Decidió irse al mar a llorar y en cuatro pasos llegó al Mediterráneo y se sentó entre Menorca y Barcelona. Al fin, y después de algún tiempo, consiguió serenarse. Ya más tranquilo divisó a lo lejos la Sagrada Familia y el cartel luminoso rojo que unía sus dos torres delanteras. Vio que podía leerse lo siguiente:

Barcelona, 13/05/2047 19:55:04. Quedan 86.725 minutos para la inauguración.

Al principio no se dio cuenta, pero enseguida detectó algo especial en el mensaje. ¡Había ido hacia atrás en el tiempo! Estaba a cinco minutos de la cita con Berta en El Retiro, aún podía acudir.
Se llenó de felicidad, no le importaba nada, ni su tamaño, ni su ambivalencia, ni sus ideas, nada, solo pensaba en cómo llegar tarde, pero solo unos minutos, el tiempo suficiente para no ser puntual pero no tan largo como para que Berta pensara en el plantón y se fuera.

Decidió dar unas quince vueltas al mundo, lo que estimó que le iba a llevar unos quince minutos. Justo para llegar unos diez minutos tarde, un tiempo razonable.

Por fin llegó al parque de El Retiro y se dio cuenta que algo había pasado en el trascurso de sus vueltas a la Tierra. Su volumen había menguado, ahora tenía una altura igual a la estatua de Alfonso XII que había al lado del estanque. Podía mirar a los ojos al rey, estaban a la misma altura. También se dio cuenta, lo que le tranquilizó, que la ropa había ido cambiando de tamaño con él. Vestía el traje, la camisa blanca y la corbata, eso le daba seguridad, porque aunque un poco mojado todo, tenía una apariencia correcta para la cita con su amada.

Allí abajo estaba, tan guapa, tan correcta, tan delgada, tan cardada. El corazón de Ramón comenzó a latir mucho más fuerte, acercó con suavidad y dulzura su dedo índice a ella y con la máxima suavidad, casi susurrando, le dijo: ¡Berta! Soy yo, Ramón. Cuánto he tenido que pasar para estar aquí contigo. Te amo, no puedo vivir sin ti.

Ella miró hacia arriba con sorpresa, no sabía de dónde podía venir esa voz que conocía. Y de repente, primero hizo un gesto de desconcierto y enseguida otro de terror. Gritó, se dio la vuelta y salió corriendo.

Ramón se dio cuenta y lo entendió, pero no podía dejarla ir, no podía. El solo pensamiento de nunca más rozar su nariz con la de ella le apesadumbraba, le descomponía, le hizo hasta tartamudear, así que tomó la decisión más importante de su vida.

Agarró un árbol entre los dedos índice y pulgar de la mano derecha y lo arrancó, necesitaba tomar control de su fuerza, tomar conciencia de qué nivel tenía que aplicar. A continuación arrancó la imagen del Ángel Caído del pedestal en que se encontraba en el centro de su plaza. Y finalmente cogió un banco de madera para calibrar distintas fuerzas y pesos.

Se dio cuenta que ahora sí, ahora podía coger a su amada sin riesgo de hacerle daño. Miró hacia abajo, hacia todos los lados, le costó pero al fin consiguió divisar a Berta que estaba bajando a la carrera la Cuesta de Moyano.

Hacía calor pero estaba tranquilo, sereno. Berta estaba en el bolsillo de su camisa, desmallada, descansando. Había atravesado Despeñaperros, había cruzado el Estrecho de Gibraltar y se encontraba a salvo en un oasis del desierto del Sahara. Acababa de llegar, era de noche y el cielo estaba lleno de estrellas.

Su amada estaba con él, ahora solo le quedaba esperar a que su cuerpo volviera a su tamaño normal para poder rozar su nariz con la de ella. 

Y si no... siempre podría comérsela.



© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2019




                                                                                                Abril 2019