viernes, 11 de noviembre de 2011

El Alzheimer que conozco

¡Que gran putada!, permitidme la expresión.

Todo empezó con un cambio de carácter. Sí, un cambio a bien, era más dulce, más cariñoso, más alegre, más risueño, más positivo, menos gruñón, menos inquisitivo, más tolerante, ... . Este cambio fue acompañado de perdidas progresivas de memoria. Sobre acontecimientos cercanos en el tiempo, como por ejemplo tener que hacer un esfuerzo por recordar donde había estado ayer por la mañana.

Esa situación duró solo un tiempo, hasta que la pérdida de la razón hizo que paulatina e incrementalmente fuera desconociendo a las personas más cercanas, vecinos, amigos y familiares. También a no reconocer las situaciones, primero las más complejas y luego las más cotidianas. Finalmente llegó a un punto en el que vive en un mundo que no existe, o al menos eso es lo que parece. No tiene ningún recuerdo perdurable, salvo quién es su pareja, ella, a veces hermana, a veces esposa, a veces novia, y donde pasó su infancia, en qué ciudad, en qué calle y en qué casa.

Cuando está más lúcido le cuesta hablar, expresarse. Y si consigue hacerlo,  lo hace a través de frases sin sentido, con conceptos inconexos, en la mayoría de las ocasiones con palabras erróneas, se le están olvidando, está olvidando el lenguaje.

Fue un recorrido de varios años. Desde el primer síntoma, que fue la dulcificación de su carácter, hasta el momento actual quizás hayan transcurrido diez años. Es muy difícil determinar cuándo comenzó todo, porque entonces nadie pensaba en la enfermedad, solo existía un afán de disfrutar de su optimismo, de su tolerancia, de su nuevo carácter, abrazarle, tocarle, besarle, reír junto a él y con él, una persona, hasta entonces, con un carácter serio, distante, huraño y agrio.

Su carácter se volvió de una cordialidad desconocida hasta entonces. Se cruzaba en el portal de la casa con un vecino que conocía desde hacía 30 años y devolvía su saludo amablemente y con simpatía. “Yo estoy bien ¿y tu? ¿cómo va la familia?" Una vez en la calle su hijo le preguntaba,"¿sabes quien es papá?" y él respondía "no, no lo se, pero es muy amable y ¿como no voy a responderle si él me conoce y me saluda tan atentamente?". Había perdido gran cantidad de memoria pero aun razonaba.

Durante el camino de esta jodida enfermedad, en una etapa más avanzada, en la que ya no reconocía a muchas personas, por ejemplo a un buen amigo o incluso a su hijo, su trato dependía del momento. Su comportamiento venía determinado por su estado de ánimo o por el argumento de la alucinación que estaba viviendo. 

Si su estado de ánimo era sereno y alegre, su comportamiento dependía del del otro, del que se acercaba a él. Si era cariñoso, o alegre, la respuesta era siempre positiva, le decía que qué buena persona era y que le quería mucho.

Si su estado de ánimo era depresivo, había que tener mucho cuidado porque cualquier cosa le podía molestar y hacer cundir en él el nerviosismo y la hiperactividad, incluso el pánico, o también la más absoluta de las pasividades.

En un estado de hiperactividad, la única forma de frenarle hubiera sido atarle a una silla y ponerle un esparadrapo en la boca. En un estado de pasividad no había forma de moverle, era capaz de multiplicar su peso por treinta si estaba sentado ó de sentarse si no lo estuviera, aunque fuera en el suelo. Sólo ella era capaz de moverle, hablándole suavemente, con mucho cariño y, sobre todo mucha paciencia.

Cuando se encontraba en un estado de miedo o de fuerte recelo, su rostro se volvía serio, duro, sombrío, despiadado. La persona que en ese momento se acercara a él podría encontrarse con una gran violencia, verbal y gestual si no se llegaba al contacto físico e incluso física si el contacto llegaba a ser continuado. Estamos hablando de un anciano de noventa años, pero si la alucinación que estaba viviendo era sobre alguien que le acechaba, salía a relucir su instinto de supervivencia, como un animalito, y tenía que defenderse como fuera. Quizás, en su demencia, su vida o, cuanto menos, su integridad física dependieran de ello.

Ochenta años le costó llegar a la culminación de su vida y en tan sólo otros diez volvió hasta una infancia semejante a los tres años.

No controlaba bien los esfínteres, ni el anal ni el uretral, a veces si y a veces no. No comía solo, porque aun sujetaba el tenedor pero no tenía continuidad y podría tardar tres horas en hacer una comida normal. A veces tenía problemas para tragar las medicinas, le quedaban encima de la lengua atascadas y no sabía que hacer para tragarlas. Muchas de las cosas que se le decían, si tenían una pequeña complejidad y no eran cotidianas, no las entendía. Por supuesto era incapaz de mantener una conversación. Había perdido todo su nivel de atención, como los niños pequeños. Era caprichoso no tenía capacidad de esforzarse por hacer las cosas necesarias, solo quería ejercer su voluntad guiada por sus necesidades básicas. 

La incógnita ahora era saber cuanto tiempo le quedaba para recorrer el camino restante, ese camino reverso, hacia atrás, hacia la inexistencia.   




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