Al abrir los ojos notó un ligero escozor en el
derecho, instintivamente se llevó el dedo corazón hacia el lagrimal y noto una
dureza que correspondía a una pequeña legaña que se debía haber generado a lo
largo de la noche. La arrancó suavemente con la uña e intentó incorporarse de
la cama levantando la parte superior de su cuerpo, pero pesaba demasiado, tenía
que hacer un esfuerzo mayor del que podían hacer sus músculos abdominales y su
cerebro. Así que volvió a engullirse en esa inconsciencia tan placentera y volver
a caer en la tentación de dejarse llevar por la laxitud de su cuerpo.
Ahora estaba en la ducha con el agua tibia,
bueno, algo más caliente que tibia, resbalándole por el pelo hacia el desagüe, deslizándose
por su piel acariciándola y relajándola. Aquella era la sensación más
placentera que había tenido ese día, ya que el apresurado despertar había
tensado sus nervios y sus músculos de una forma desesperada. Cuántas veces se
había dicho que tenía que levantarse a la primera, que empezar el día corriendo
para llegar una hora más tarde al trabajo no era una buena forma de comenzar.
Durante el recorrido hacia el Metro no pudo
parar en el bar a tomarse el café de todas las mañanas, pero sin embargo tuvo
oportunidad de abrir el paraguas que le había regalado la semana anterior ese tío
que de vez en cuando se metía en su cama, de forma esporádica, permitida,
deseada. Ese tío que había entrado en su vida de forma correspondida hasta
formar parte de ella. Ese que la había sugerido en múltiples ocasiones que estaba
esperando poder pasar de lo esporádico a lo habitual, porque lo quería, lo
esperaba, lo deseaba. Pero que también sabía que para ello tendría que esperar
a que tomara esa decisión que no sabía porqué la estaba costando tanto
tomar.
En el andén del Metro había más americanos, asiáticos,
africanos y europeos del este que españoles y mientras esperaba sentada en un
banco se puso a pensar en Tobi, ese chucho de tamaño mediano y ojos alegres que
había querido tanto. De esas noches de lluvia en las que después de cenar bajaba
a dar un paseo para que hiciera "sus cosas". Esas tardes de domingo
en las que se subía al sofá y se acomodaba a sus pies hecho una rosca. Esos esporádicos
paseos por el campo, dando saltos alrededor de ella hasta que se cansaba y
simplemente la acompañaba con las orejas bajas, caídas, mirando hacia todos los
lados sintiéndose protegido por la compañía del ser humano que tenía a su lado.
Y esa última visita al veterinario con los ojos llenos de lágrimas y el corazón
estrujado de dolor. Este pensamiento siempre terminaba doliéndola, pero no
conseguía evitarlo.
El trayecto había durado más de lo habitual,
no sabía porqué pero cada parada había durado mucho y el vagón
estaba lleno de gente. El hombre siniestro, de edad indefinida y pelo sucio,
brillante, pegado y escurrido cuyos pantalones de color gris desastre le
llegaba hasta dos centímetros por debajo del pecho. La señora rubia platino de
anchas caderas, pecho abundante y escote recogido que pintaba sus labios con
esmero pero con poca precisión. El chaval oriental pegado al teléfono móvil
con una cartera entre las piernas y que solo levantaba la vista cuando el vagón
entraba en una nueva estación. Todo se le había hecho muy largo y muy pesado y
ni siquiera la diversión que producía a la vista todo aquel elenco de
personajes la había servido de alivio.
Ahora entraba en la oficina con los pies
mojados por la lluvia y esa desagradable sensación de humedad, en ese momento
iba a comenzar realmente su día. Se sentó en su mesa, puso el móvil encima, abrió
el portátil y se dispuso a revisar el correo empezando por las notas
urgentes...
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