miércoles, 25 de septiembre de 2013

Una mañana como otra cualquiera




Al abrir los ojos notó un ligero escozor en el derecho, instintivamente se llevó el dedo corazón hacia el lagrimal y noto una dureza que correspondía a una pequeña legaña que se debía haber generado a lo largo de la noche. La arrancó suavemente con la uña e intentó incorporarse de la cama levantando la parte superior de su cuerpo, pero pesaba demasiado, tenía que hacer un esfuerzo mayor del que podían hacer sus músculos abdominales y su cerebro. Así que volvió a engullirse en esa inconsciencia tan placentera y volver a caer en la tentación de dejarse llevar por la laxitud de su cuerpo.

Ahora estaba en la ducha con el agua tibia, bueno, algo más caliente que tibia, resbalándole por el pelo hacia el desagüe, deslizándose por su piel acariciándola y relajándola. Aquella era la sensación más placentera que había tenido ese día, ya que el apresurado despertar había tensado sus nervios y sus músculos de una forma desesperada. Cuántas veces se había dicho que tenía que levantarse a la primera, que empezar el día corriendo para llegar una hora más tarde al trabajo no era una buena forma de comenzar.

Durante el recorrido hacia el Metro no pudo parar en el bar a tomarse el café de todas las mañanas, pero sin embargo tuvo oportunidad de abrir el paraguas que le había regalado la semana anterior ese tío que de vez en cuando se metía en su cama, de forma esporádica, permitida, deseada. Ese tío que había entrado en su vida de forma correspondida hasta formar parte de ella. Ese que la había sugerido en múltiples ocasiones que estaba esperando poder pasar de lo esporádico a lo habitual, porque lo quería, lo esperaba, lo deseaba. Pero que también sabía que para ello tendría que esperar a que tomara esa decisión que no sabía porqué la estaba costando tanto tomar.  

En el andén del Metro había más americanos, asiáticos, africanos y europeos del este que españoles y mientras esperaba sentada en un banco se puso a pensar en Tobi, ese chucho de tamaño mediano y ojos alegres que había querido tanto. De esas noches de lluvia en las que después de cenar bajaba a dar un paseo para que hiciera "sus cosas". Esas tardes de domingo en las que se subía al sofá y se acomodaba a sus pies hecho una rosca. Esos esporádicos paseos por el campo, dando saltos alrededor de ella hasta que se cansaba y simplemente la acompañaba con las orejas bajas, caídas, mirando hacia todos los lados sintiéndose protegido por la compañía del ser humano que tenía a su lado. Y esa última visita al veterinario con los ojos llenos de lágrimas y el corazón estrujado de dolor. Este pensamiento siempre terminaba doliéndola, pero no conseguía evitarlo.

El trayecto había durado más de lo habitual, no sabía porqué pero cada parada había durado mucho y el vagón estaba lleno de gente. El hombre siniestro, de edad indefinida y pelo sucio, brillante, pegado y escurrido cuyos pantalones de color gris desastre le llegaba hasta dos centímetros por debajo del pecho. La señora rubia platino de anchas caderas, pecho abundante y escote recogido que pintaba sus labios con esmero pero con poca precisión. El chaval oriental pegado al teléfono móvil con una cartera entre las piernas y que solo levantaba la vista cuando el vagón entraba en una nueva estación. Todo se le había hecho muy largo y muy pesado y ni siquiera la diversión que producía a la vista todo aquel elenco de personajes la había servido de alivio.


Ahora entraba en la oficina con los pies mojados por la lluvia y esa desagradable sensación de humedad, en ese momento iba a comenzar realmente su día. Se sentó en su mesa, puso el móvil encima, abrió el portátil y se dispuso a revisar el correo empezando por las notas urgentes...     
  
  

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