Era una
casa no muy grande ni demasiado antigua, al menos de aspecto, el tejado era
negro, de pizarra, y caía a dos aguas, ambas en nuestro jardín, el revestimiento exterior era tirolés blanco. La construyó un tío de mi abuelo
allá por 1920, cuando todo esto era campo, y había sufrido un montón de
reformas desde entonces.
¡Cómo
me gustaban las fresas! Mi mamá las preparaba muy bien, cortadas en cuatro
trozos, un poquito de azúcar y muy fresquitas. Me las ponía por las mañanas,
para desayunar, antes de ir al colegio, mientras mi papá comentaba con ella las
cosas que les ocuparía el día. Sí, desayunábamos juntos en esa gran cocina que
comunicaba directamente con el jardín trasero en el que mi madre cuidaba un
pequeño huerto. Ambos trabajaban mucho, mi padre vendía ordenadores muy grandes
y muy potentes y mi madre estaba multiempleada aunque algunas de sus ocupaciones no
reportaban nada a la economía familiar, al menos directamente. Era muy conocida
en el barrio, promovía iniciativas ciudadanas, gestionaba ayudas a los
necesitados, daba conferencias sobre los aspectos asociativos vecinales,
escribía artículos para el boletín de Ciudad Lineal y colaboraciones
esporádicas para el Diario de la Tarde de Madrid, la mayoría sobre aspectos de
la vida social en nuestro barrio, por esto último le pagaban algún dinero. Y
ahí no acababa la cosa, no paraba, siempre estaba muy ocupada. Pero su
actividad principal, la que más le gustaba, era escribir. A los cincuenta y
pocos publicó una novela que tuvo relativo éxito y tres años más tarde otra con
la que finalizó su carrera literaria pública.
Después
de desayunar, mi papá y yo salíamos hacia el colegio mientras mi madre subía
las escaleras y se ponía a escribir. Noe seguro que seguiría con sus recuerdos,
era la segunda cosa que más le gustaba. Bibi nos recogía todos los días a las
tres y me llevaba a casa, yo normalmente era la tercera, por lo que no llegaba
hasta por lo menos las tres y media. Nada más pasar la gran puerta metálica que
daba a la calle había un pasillo muy ancho y bastante largo en el que mi padre
dejaba el coche y al que daba la ventana de mi cuarto, que estaba en la planta
baja. Un poco más adelante se abría el jardín a la vez que se estrechaba la
casa hacia la izquierda. En esa parte, que era como un pegote de una sola
planta, estaba la cocina a la que se entraba por la puerta más utilizada de la
casa.
Abrí la
puerta, no había nadie y mi madre tampoco estaba en la habitación del fondo,
porque de estarlo se oiría la televisión, a mi madre le gustaba ver la tele
mientras planchaba y en ese cuarto a esa hora de la tarde solo se planchaba. Me
acerqué al mueble de la izquierda, abrí la puerta y cogí un montón de galletas
de la caja. La cocina comunicaba con el pasillo, y una vez en él abrí la puerta
de la derecha. Nada, en el comedor solo había una bolsa de la compra encima de
la mesa, me acerqué y vi que había naranjas dentro. Era un salón muy grande y
bonito, en forma de ele con unos grandes ventanales por los que entraba mucha
luz y brisa en verano. Muebles clásicos de madera maciza en la parte del
comedor y varias librerías y dos cómodos sofás tapizados con motivos florales
en colores vivos frente a la chimenea que en invierno usábamos bastante. Salí
de nuevo al pasillo por la puerta del salón y fui directamente a mi cuarto para
dejar mi cartera de cuero con los cuadernos del cole. No había nadie, tampoco
se oía ningún ruido. Así que abrí la puerta del cuarto trastero que había al
lado de mi habitación para charlar un rato con Noe, me gustaba, me hacía compañía
y me tranquilizaba. Además me divertían mucho sus historias, las que más las de
cuando las tropas francesas invadieron Madrid y se comportó como un auténtico
héroe. Decía que seguramente era lo que más me gustaba porque era lo más real,
lo que verdaderamente había vivido, que aunque también conocía historias muy
interesantes de muchos otros asuntos, en realidad se trataba de cosas que había
visto como se ve una película, o mejor, una obra de teatro, sin haber
participado en ellas, él no podía participar ya en nada, y claro, no era lo
mismo porque no podía poner el mismo entusiasmo al contarlo.
No
había nadie en el cuarto, ni rastro de Noe. Me pareció extraño, solo me quedaba
investigar por la planta de arriba donde estaba el dormitorio de mis padres. Allí
mismo, frente a mi habitación estaba la escalera, que ascendía en dos tramos.
El dormitorio era enorme, junto con el cuarto de baño ocupaba las tres cuartas
partes de la planta de la casa. La cama en medio pegando a la pared, a la
derecha la zona de mamá con una gran mesa de madera y dos sillas y una butaca,
para escribir y sus negocios como decía ella, a la izquierda la de papá con una
tele, una gran butaca de imitación a cuero y lo más importante: una bicicleta
estática semiprofesional que, según él, utilizaba todas las mañanas. Pues allí,
allí estaba Noe… y también mi madre. Se había quedado dormida sobre la cama, pobre, no
paraba, y Noe estaba tumbado junto a ella mirándola embelesado. Porque Noe
decía que mamá era la mujer más guapa que había conocido y que prefería no
verla mucho porque se ponía triste de su condición, en aquellos momentos me
dejaba descolocada porque no sabía a qué se refería con "su condición",
y que si no fuera por eso ya se podía ir preparando mi padre, porque se la
quitaba. Me acerqué a ellos y me puse a charlar con Noe, le dije que era un
ridículo y que si no quería coincidir con mi madre esa no era la mejor forma.
Me decía que se conformaría con poder tocar su cabello u oler su piel. En esos
momentos, cuando se ponía así, me daba pena, como cuando me veía comer fresas
maduras, o beber un vaso de leche u oler una rosa del jardín. Pero entonces, se
incorporó de golpe en la cama y me dijo "fuera penas", que no podía
quejarse, que me tenía a mí y podía hablar conmigo y ver los atardeceres y
escuchar la maravillosa música que algunas veces ponía mi padre y escuchar la
voz de mi madre... y justo, en ese momento se volvió a poner triste, debía
estar muy enamorado. Ese día, mientras ella dormía, me contó una de las cosas
más impactantes que haya oído nunca: cómo fue su muerte. Le fusilaron los
franceses después de caer prisionero en una emboscada. Unos soldados le
reconocieron como el culpable de la explosión del polvorín central, que les
dejó sin municiones más de medio día. Le fusilaron en la zona de Moncloa, y
muchos años después se reconoció a sí mismo en un cuadro del Museo del Prado,
con una camisa blanca y alzando los brazos delante del pelotón de fusilamiento.
El pintor le sacó muy poco favorecido, pero le hacía ilusión haber pasado a la historia. Me quedaba embobada escuchando sus historias,
siempre ha sido así. Nunca me lo había planteado hasta ese momento: pero si le
mataron hace tanto tiempo… ¿Porqué seguía allí, en casa, conmigo? ¿No tendría
que estar en el lugar donde reposan las personas que han muerto? Pero
justamente cuando se lo iba a preguntar, se despertó mi madre. Me dio un beso
mientras se desperezaba y me acariciaba el pelo. Noe me gesticulaba dándome a
entender la envidia que le daba, le ignoré, y cuando volví mi vista de nuevo
hacia él vi como se estaba diluyendo en el suelo. Mamá me dijo "¡vamos
Laura!", me cogió de la mano, bajamos a la cocina cantando y bailando una
canción de Mecano y nos pusimos a hacer rosquillas según la receta que me
habían dado en el colegio.
Unos
días más tarde, cuando me acordé, le volví a preguntar y Noe me lo contó todo
de la forma más sencilla que se podía. Imagino la cara que debí poner pues no
entendía, me resultó muy complejo, tan solo tenía ocho años. Realmente tenía
muy difícil su salida del mundo de los vivos.
Son
recuerdos bonitos de mi niñez que ahora que vivo sola me gusta rememorar en mis
momentos de sosiego junto a él, mi gran amigo, ¿Verdad Noe?
© Copyright de los textos, Alvaro Emilio Sánchez Tapia, 2019
2019.12
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