miércoles, 16 de marzo de 2011

El Viaje


El vuelo salió a su hora, eran las 00.25 de un domingo tardío del mes de noviembre.

En el habitáculo de la nave había más plazas vacías que ocupadas lo que permitió que pudiera dormir durante un rato, tumbado incómodamente en una de las filas de cinco asientos vacíos que había en la columna central. Lo de menos fue levantar los cuatro reposabrazos, lo peor fueron las separaciones que había entre los asientos y que no hubo forma humana de adaptarlas a ninguna parte de su cuerpo.

Once horas y media son muchas horas, así que dio tiempo a todo, incluso a ver alguna película. Incluso a leer alguna página del libro que estaba acabando, "Sobre Héroes y Tumbas", ese libro por el que ya conocía parte de la ciudad a la que se dirigía. Especialmente quería visitar el Parque Lezama donde, al lado de la estatua de Ceres, Martín conoció a Alejandra.

Dada la escasez de pasajeros la tripulación iba tan relajada que las tres o cuatro veces que se acercó a la zona de servicio de la aeronave, donde estaba el agua, el café y los snacks, se tuvo que servir él mismo, sin que nadie le hiciera el más mínimo caso.

La diferencia horaria con el destino era de cuatro horas y la distancia diez mil kilómetros, eso, pensaba, sólo se puede dar en un cambio de hemisferio.

No sabía que iba derecho a uno de los viajes de su vida, ni se lo imaginaba. Los últimos días habían sido una carrera de obstáculos, con múltiples problemas de toda índole, aunque sólo uno realmente importante, muy importante. Pero él siempre tuvo fe en que podrían salir.

Aunque siempre le rondó por la cabeza la  posibilidad de tener que cancelarlo todo rápidamente -si hubiera sido necesario por supuesto que lo hubiera hecho- nunca realmente se vio abortándolo. Era un viaje que inició por ella y que a la vez que lo fue programando se fue implicando más y más hasta que casi se sabía de memoria todos los sitios que iban a visitar, mucho antes de pisarlos.

Tampoco sabía que todos los obstáculos que habían soportado antes de salir no iban a ser ni la décima parte de los que se iba a encontrar en los próximos días. Sin embargo, a pesar de ello, quizás gracias a ello, iba a ser unos de los dos viajes más importantes de su vida, uno de los dos que más le marcaría en adelante. Un viaje que recordaría muchos años después con emoción y todo lujo de detalles, sobre el que escribiría un libro, nunca publicado, pero suyo.

En unas pocas horas su piel estaría recibiendo toda la calidez del sol de la primavera porteña, el frío, la humedad y la tristeza se habían quedado en el otoño de Madrid. Las enormes y floreadas jacarandás azules estarían alegrando sus ojos y ese tono arrastrado y cantarín, ese modo porteño de decir palabras muy parecidas a las suyas, estaría regalando sus oídos. Todo ello por primera vez en su vida.

La Plaza de Mayo, San Telmo, Boca, Avenida Córdoba, Avenida Santa Fe, Palermo, el Rio de la Plata con sus aguas enlodadas, de cualquier color menos el de la plata, la Recoleta, los Claustros del Pilar, el enorme gomero frente al café La Biela, donde acostumbraban a sentarse Don Ernesto y sus personajes, todo aquello que ahora le encoge el corazón, estrujándole un poquito y sintiendo una pequeña dosis de felicidad aun en la distancia.

Esa noche de inmenso calor primaveral en la limpia y bella semioscuridad de Buenos Aires sobre una tumbona blanca de plástico en una azotea porteña. Ese cansancio que le hizo quedarse dormido, protegido por los brazos de una felicidad extraña, mientras en su habitación hacía un calor húmedo y difícil para poder dormir.

Esa calidez de la gente a la que se dirigiría y de la que siempre recibiría un trato cortés y muy a menudo amigable, cálido y comprensivo.

Argentina iba a ser a partir de entonces su segundo país, aquel que le hubiera gustado elegir para vivir largas temporadas, aunque nunca pudiera hacerlo. Su vida transcurriría viviendo en su amado Madrid y añorando Buenos Aires, lo patagónico, lo argentino en general.

Ese viaje y ese país cambiaron su vida en gran medida, aunque sin saber del todo cual fue el motivo. En ello tenían mucho más que ver las sensaciones y los sentimientos que la razón. 

En realidad, probablemente, lo único que sucedió es que se desatascó y brotó, como de una fuente, todo ese jodido  y maravilloso romanticismo que, sin saberlo hasta ese momento, llevaba dentro.   






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